Tal vez hayas pensado que los Reyes Magos te podrían traer este año la oportunidad de leer "Tiempo de Tránsito". Tal vez no lo habías pensado. Tal vez aún estés a tiempo.
Sea como fuera nunca es tarde para tener este u otros deseos y, sobre todo, para reflexionar sobre cuáles son en la vida las cosas realmente importantes.
Te invito a ello con este relato publicado en su día en Diario del Puerto y que acaba de cumplir justo ahora 10 años. Son las emociones de un anciano en un día de Reyes, en el espejo del tiempo y en el espejo de su nieto.
¡FELICES REYES! ¡FELIZ TIEMPO DE TRÁNSITO!
Bizcochos
Por Miguel Juan Jiménez Rollán (Navidad 2006)
I
Me voy quedando
solo, me voy quedando absorto en el miedo de saber que hoy puede ser el último
atardecer y, en cambio, sigo caminando, por las mismas calles de siempre, el
mismo barrio desde hace cuarenta años. Los barrizales hoy son parques, los
ultramarinos fueron devorados por cajas de ahorros y a los vecinos de siempre
los enterró el tiempo. Su lugar hoy lo ocupan chinos y ecuatorianos, pero no me
importa. No me puede importar. Nosotros hicimos lo mismo. Vinimos del pueblo
huyendo del campo y del frío, persiguiendo el sueño de olvidar el alba, de
desterrar las madrugadas, de dejar para siempre el sol correr por el cielo sin
sufrir por el trigo, la nieve, el ganado y el pan para unos hijos que merecían
otra vida, ni mejor ni peor, simplemente otra.
Llegué sólo,
buscando amparo en los que primero llegaron, refugiándome al inicio en
pensiones y encontrando trabajo por la recomendación de los paisanos. Luego
vinieron Matilde y los chicos, llegó la casa y por ella pasó el pueblo entero,
ese que seguía desangrándose por la Sierra, incapaz de contener la llamada de
la capital.
Atrás quedaron
las tierras, mutiladas tras siglos de herencias y hoy devoradas por las
piedras, los enebros y las zarzas. Están mudas para quienes pasan junto a ellas
por la carretera y a mí, en cambio, me siguen gritando noche tras noche en este
Madrid de imposible silencio. Sigo durmiendo con los sentidos en vilo, como
cuando las estrellas eran el techo y el forraje el lecho, sigo sintiendo el
balar de las ovejas y el murmullo del viento y siempre se desencadena el mismo
sueño, siempre aparecen sus ojos a pares por los rincones, millones de dientes
que siembran la muerte, hambrientos, sedientos, lobos. Grito sus nombres, corro
entre ellos y siento cómo poco a poco me rodean, cómo el miedo sacude mi cuerpo
y me hace despertar.
Giro la cabeza y
allí está Matilde, como siempre desde hace sesenta años, también con los ojos
abiertos, buscando las estrellas en el techo, devorada por el dolor de unos
huesos que destrozaron los nabos y las berzas. Cuántos inviernos de frío
intenso con montañas de berzas sobre la espalda para que pudieran comer las
vacas. Cuantas nevadas perpetuas sobre los huertos en los que había que
escarbar con las azadas para sacar los nabos y alimentar a los cerdos. Demasiados
años de desvelos que han terminado por robarnos el sueño.
No dormimos, pero
vivimos, vivimos para no olvidar que encontramos lo que buscábamos, aunque hay
cosas que nunca quisimos perder. Amábamos la chimenea, el olor del puchero, la
partida en la taberna, el baile del domingo y el poder amasar el pan con el
trigo recién aventado. Hoy todo eso se fue, aunque es lo único que pervive en
la memoria. Ya sólo nos acordamos de aquellos olores, de aquellos sabores, de
aquellos colores, lo demás ya nadie sabrá rescatarlo.
II
Me voy quedando
solo pero sigo caminando, aferrado a la garrota, como a su tabla el náufrago,
como el suicida a la baranda, como a su tela la araña, aturdido por el ruido de
los coches, buscando conversación en los bancos del parque, atascado en el
rompecabezas imposible de repartir los ahorros entre los hijos, demasiado sudor
como para no dejarlo todo atado.
Toda la vida
sufriendo por ellos, pero toda la vida escondido en la coraza de un padre
severo y distante, cabezota y autoritario, incapaz de traslucir los
sentimientos de un corazón que siempre estuvo abierto, ni siquiera con los
nietos, que llegaron demasiado pronto, cuando crees que aún quedan muchos
caminos por recorrer y no necesitas mirar atrás para verte reflejado en los que
te deberán suceder.
Y aún así, la
vida dio una segunda oportunidad con los bisnietos, esos que han sido los
únicos capaces de congelar una soledad que ya no tiene marcha atrás. Me roban
los besos, me roban los abrazos, me roban los caprichos y me roban un tiempo
que ya no es mío. Me queda poco pero se lo regalo a ellos, porque ríen cuando
balbucean mi nombre, porque lloran cuando me marcho, porque también se aferran
a la garrota en la inocencia de un juego que no es sino el cordón umbilical de
dos almas gemelas a las que sólo separó el día del nacimiento.
Aún así, los
domingos siguen siendo eternos, sepultado en un sillón desvencijado, aferrado a
una quiniela que siempre se equivoca, colgado de un transistor del que el
audífono sólo sabe extraer interferencias. El sol se pone y la habitación se
oscurece, mientras nadie se acuerda de encender la luz.
III
Madrid cambia
estos días las lluvias por el frío, las chaquetas por los abrigos, las hojas de
los árboles por ramas desnudas en las que se enredan las luces de una Navidad
sin principio ni final, sin origen ni sentido, como un perro pastor que nos
muerde en las patas y nos conduce en rebaño hasta cruzar las talanqueras de las
tiendas de regalos.
Y sigo caminando
sin entender cómo terminé sumido en esta fotocopia de momentos únicos, en esta
absurda clonación de buenos deseos, en esta embotelladora de cenas y regalos,
de uvas y campanadas, en esta imprenta de calendarios que debería regalar
momentos únicos y sólo sirve para recordarme que me marcho, sin poder encontrar
ya aquí nada inolvidable.
Lo que se nos
grabó a fuego pasó ya hace muchos años, lo que nos sigue alimentando tuvo
tiempo de ser devorado por la emigración, el dinero y la familia. En cambio,
sólo recuerdo el olor a pan recién hecho, las plumas del pollo flotando en una
esquina de la cuadra, la abuela Juana secándose con mis besos sus tímidas
lágrimas, la guitarra de Eusebio iniciando siempre la misma canción, la
felicidad inocente de un villancico en la boca de todos, las campanas tañendo
para acudir a Misa de Gallo, la Navidad en el pueblo hace más de ochenta años.
Y aquellos Reyes
Magos, tan pobres como mis padres, que si hubieran venido en verano no hubieran
encontrado zapatos. Menos mal que la nieve nos calzaba en invierno albarcas,
echas con las gomas de las ruedas viejas, en las que yo sabía que los de
Oriente dejaban muchos regalos que, por desgracia, se colaban por sus agujeros
para perderse en algún lugar del firmamento.
Al final, no
había sorpresas. Allí estaban siempre, año tras año, brillando con el reflejo
del primer fuego de la mañana, oscuras, menudas, frías y húmedas, castañas.
Pero no era esta la magia, no era este el misterio, no era la ilusión lo que
hubiera de regalo, sino el hecho de que en aquella humilde casa, de aquel
pequeño pueblo a los pies de aquella inmensa montaña, alguien supiera que había
un niño que una noche se acostaba sin nada para a la mañana siguiente poder
levantarse con un puñado de castañas.
Tenía siete años
cuando empecé a pasar las noches en el monte, al cuidado del rebaño. Mi madre
me subía la cena en una cazuela de barro, judías verdes con chorizo era lo que
más me gustaba. Recuerdo aquel día de Reyes en el que al caer la tarde también
subió las castañas y en el tímido fuego que amedrentaba el frío me las asó despacio,
me las peló una a una y me las dio a comer mientras me arrebujaba bajo su
manto.
IV
Hoy también es 6 de enero aunque hace años
que aquí no hay regalos. Los chicos dejaron de perder el tiempo con colonias y
pañuelos y entre tantos nietos y bisnietos alguien propuso que o todos o
ninguno, para responder la pensión que ninguno. Antes no teníamos nada y nada
parecía que nos faltara. Ahora lo tenemos todo y, en cambio, tenemos miedo de
que al final de la tarde todos se olviden incluso de venir a tomar el roscón.
Cada año Matilde lo compra más pequeño, aunque esta vez han venido casi todos.
Abrumado por los besos, aturdido por el
griterío y satisfecho por tantas almas que comparten sentimientos, he reparado
en Rubén, que justo mañana cumple dos años. Llegó de los primeros, nervioso,
cansado, harto de ir vagando desde primera hora de la mañana de casa en casa,
de balcón en balcón, abriendo paquetes como un robot, rompiendo cajas a
destajo, alucinado entre tantas luces, sonidos y botones, desbordado por no
saber para qué sirven la mayoría de las cosas que le han regalado. Traía un
muñeco verde en una mano y un armatoste musical en la otra, que nada más entrar
dejó tirados en un rincón mientras pataleaba porque todas las atenciones se las
llevaba su hermano, un pitufillo de apenas dos meses.
Le negó un beso a la tía Charo, cogió mi
garrota para tirar un vaso y no tuvo ni paciencia ni ganas para explicarme con
su lengua de trapo las cosas que le habían regalado.
De repente, apareció por la puerta su
abuela Matilde. Rubén levantó la cabeza como quien activa un radar y comenzó a
llamarla por entre las piernas de sus tíos. “¡Abuela, abuela!”. Y Matilde que
sabía lo que hacía sacó del bolsillo del delantal un paquete envuelto en papel
de plata mientras la sonrisa a Rubén se le desencajaba. Se tiró a sus brazos y
mientras la abuela abría el paquete comenzó a gritar: “¡Biscoshos, biscoshos!”.
Se bajó corriendo y cuando llegó donde yo estaba ya traía la boca llena:
“¡Abuelo, biscoshos! ¡Biscoshos ricos, abuelo!”
Ha sido en ese momento cuando he visto mis
ojos en sus ojos, mis castañas en sus bizcochos, mi ilusión en su sonrisa, mis
tenues esperanzas en sus torpes palabras, mi ayer en su mañana.
Así, sigo caminando, por las mismas calles
de siempre, absorto en el miedo de saber que hoy puede ser el último atardecer
pero, en cambio, lleno de la paz que me da haber descubierto que la vida me lo
ha dado todo, incluso un bisnieto que me ha hecho comprender que no me iré
jamás de aquí, pues sigo en él, heredero de algo tan sencillo como que la
felicidad está en las pequeñas cosas, esas en las que siempre germina el amor.
Tal vez esta noche ya no me despierten los lobos.
FIN
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