martes, 3 de enero de 2017

Ya vienen los Reyes


Tal vez hayas pensado que los Reyes Magos te podrían traer este año la oportunidad de leer "Tiempo de Tránsito". Tal vez no lo habías pensado. Tal vez aún estés a tiempo.
Sea como fuera nunca es tarde para tener este u otros deseos y, sobre todo, para reflexionar sobre cuáles son en la vida las cosas realmente importantes.
Te invito a ello con este relato publicado en su día en Diario del Puerto y que acaba de cumplir justo ahora 10 años. Son las emociones de un anciano en un día de Reyes, en el espejo del tiempo y en el espejo de su nieto.
¡FELICES REYES! ¡FELIZ TIEMPO DE TRÁNSITO!


Bizcochos
Por Miguel Juan Jiménez Rollán (Navidad 2006)

I
Me voy quedando solo, me voy quedando absorto en el miedo de saber que hoy puede ser el último atardecer y, en cambio, sigo caminando, por las mismas calles de siempre, el mismo barrio desde hace cuarenta años. Los barrizales hoy son parques, los ultramarinos fueron devorados por cajas de ahorros y a los vecinos de siempre los enterró el tiempo. Su lugar hoy lo ocupan chinos y ecuatorianos, pero no me importa. No me puede importar. Nosotros hicimos lo mismo. Vinimos del pueblo huyendo del campo y del frío, persiguiendo el sueño de olvidar el alba, de desterrar las madrugadas, de dejar para siempre el sol correr por el cielo sin sufrir por el trigo, la nieve, el ganado y el pan para unos hijos que merecían otra vida, ni mejor ni peor, simplemente otra.
Llegué sólo, buscando amparo en los que primero llegaron, refugiándome al inicio en pensiones y encontrando trabajo por la recomendación de los paisanos. Luego vinieron Matilde y los chicos, llegó la casa y por ella pasó el pueblo entero, ese que seguía desangrándose por la Sierra, incapaz de contener la llamada de la capital.
Atrás quedaron las tierras, mutiladas tras siglos de herencias y hoy devoradas por las piedras, los enebros y las zarzas. Están mudas para quienes pasan junto a ellas por la carretera y a mí, en cambio, me siguen gritando noche tras noche en este Madrid de imposible silencio. Sigo durmiendo con los sentidos en vilo, como cuando las estrellas eran el techo y el forraje el lecho, sigo sintiendo el balar de las ovejas y el murmullo del viento y siempre se desencadena el mismo sueño, siempre aparecen sus ojos a pares por los rincones, millones de dientes que siembran la muerte, hambrientos, sedientos, lobos. Grito sus nombres, corro entre ellos y siento cómo poco a poco me rodean, cómo el miedo sacude mi cuerpo y me hace despertar.
Giro la cabeza y allí está Matilde, como siempre desde hace sesenta años, también con los ojos abiertos, buscando las estrellas en el techo, devorada por el dolor de unos huesos que destrozaron los nabos y las berzas. Cuántos inviernos de frío intenso con montañas de berzas sobre la espalda para que pudieran comer las vacas. Cuantas nevadas perpetuas sobre los huertos en los que había que escarbar con las azadas para sacar los nabos y alimentar a los cerdos. Demasiados años de desvelos que han terminado por robarnos el sueño.
No dormimos, pero vivimos, vivimos para no olvidar que encontramos lo que buscábamos, aunque hay cosas que nunca quisimos perder. Amábamos la chimenea, el olor del puchero, la partida en la taberna, el baile del domingo y el poder amasar el pan con el trigo recién aventado. Hoy todo eso se fue, aunque es lo único que pervive en la memoria. Ya sólo nos acordamos de aquellos olores, de aquellos sabores, de aquellos colores, lo demás ya nadie sabrá rescatarlo.

II
Me voy quedando solo pero sigo caminando, aferrado a la garrota, como a su tabla el náufrago, como el suicida a la baranda, como a su tela la araña, aturdido por el ruido de los coches, buscando conversación en los bancos del parque, atascado en el rompecabezas imposible de repartir los ahorros entre los hijos, demasiado sudor como para no dejarlo todo atado.
Toda la vida sufriendo por ellos, pero toda la vida escondido en la coraza de un padre severo y distante, cabezota y autoritario, incapaz de traslucir los sentimientos de un corazón que siempre estuvo abierto, ni siquiera con los nietos, que llegaron demasiado pronto, cuando crees que aún quedan muchos caminos por recorrer y no necesitas mirar atrás para verte reflejado en los que te deberán suceder.
Y aún así, la vida dio una segunda oportunidad con los bisnietos, esos que han sido los únicos capaces de congelar una soledad que ya no tiene marcha atrás. Me roban los besos, me roban los abrazos, me roban los caprichos y me roban un tiempo que ya no es mío. Me queda poco pero se lo regalo a ellos, porque ríen cuando balbucean mi nombre, porque lloran cuando me marcho, porque también se aferran a la garrota en la inocencia de un juego que no es sino el cordón umbilical de dos almas gemelas a las que sólo separó el día del nacimiento.
Aún así, los domingos siguen siendo eternos, sepultado en un sillón desvencijado, aferrado a una quiniela que siempre se equivoca, colgado de un transistor del que el audífono sólo sabe extraer interferencias. El sol se pone y la habitación se oscurece, mientras nadie se acuerda de encender la luz.

III
Madrid cambia estos días las lluvias por el frío, las chaquetas por los abrigos, las hojas de los árboles por ramas desnudas en las que se enredan las luces de una Navidad sin principio ni final, sin origen ni sentido, como un perro pastor que nos muerde en las patas y nos conduce en rebaño hasta cruzar las talanqueras de las tiendas de regalos.
Y sigo caminando sin entender cómo terminé sumido en esta fotocopia de momentos únicos, en esta absurda clonación de buenos deseos, en esta embotelladora de cenas y regalos, de uvas y campanadas, en esta imprenta de calendarios que debería regalar momentos únicos y sólo sirve para recordarme que me marcho, sin poder encontrar ya aquí nada inolvidable.
Lo que se nos grabó a fuego pasó ya hace muchos años, lo que nos sigue alimentando tuvo tiempo de ser devorado por la emigración, el dinero y la familia. En cambio, sólo recuerdo el olor a pan recién hecho, las plumas del pollo flotando en una esquina de la cuadra, la abuela Juana secándose con mis besos sus tímidas lágrimas, la guitarra de Eusebio iniciando siempre la misma canción, la felicidad inocente de un villancico en la boca de todos, las campanas tañendo para acudir a Misa de Gallo, la Navidad en el pueblo hace más de ochenta años.
Y aquellos Reyes Magos, tan pobres como mis padres, que si hubieran venido en verano no hubieran encontrado zapatos. Menos mal que la nieve nos calzaba en invierno albarcas, echas con las gomas de las ruedas viejas, en las que yo sabía que los de Oriente dejaban muchos regalos que, por desgracia, se colaban por sus agujeros para perderse en algún lugar del firmamento.
Al final, no había sorpresas. Allí estaban siempre, año tras año, brillando con el reflejo del primer fuego de la mañana, oscuras, menudas, frías y húmedas, castañas. Pero no era esta la magia, no era este el misterio, no era la ilusión lo que hubiera de regalo, sino el hecho de que en aquella humilde casa, de aquel pequeño pueblo a los pies de aquella inmensa montaña, alguien supiera que había un niño que una noche se acostaba sin nada para a la mañana siguiente poder levantarse con un puñado de castañas.
Tenía siete años cuando empecé a pasar las noches en el monte, al cuidado del rebaño. Mi madre me subía la cena en una cazuela de barro, judías verdes con chorizo era lo que más me gustaba. Recuerdo aquel día de Reyes en el que al caer la tarde también subió las castañas y en el tímido fuego que amedrentaba el frío me las asó despacio, me las peló una a una y me las dio a comer mientras me arrebujaba bajo su manto.


IV
Hoy también es 6 de enero aunque hace años que aquí no hay regalos. Los chicos dejaron de perder el tiempo con colonias y pañuelos y entre tantos nietos y bisnietos alguien propuso que o todos o ninguno, para responder la pensión que ninguno. Antes no teníamos nada y nada parecía que nos faltara. Ahora lo tenemos todo y, en cambio, tenemos miedo de que al final de la tarde todos se olviden incluso de venir a tomar el roscón. Cada año Matilde lo compra más pequeño, aunque esta vez han venido casi todos.
Abrumado por los besos, aturdido por el griterío y satisfecho por tantas almas que comparten sentimientos, he reparado en Rubén, que justo mañana cumple dos años. Llegó de los primeros, nervioso, cansado, harto de ir vagando desde primera hora de la mañana de casa en casa, de balcón en balcón, abriendo paquetes como un robot, rompiendo cajas a destajo, alucinado entre tantas luces, sonidos y botones, desbordado por no saber para qué sirven la mayoría de las cosas que le han regalado. Traía un muñeco verde en una mano y un armatoste musical en la otra, que nada más entrar dejó tirados en un rincón mientras pataleaba porque todas las atenciones se las llevaba su hermano, un pitufillo de apenas dos meses.
Le negó un beso a la tía Charo, cogió mi garrota para tirar un vaso y no tuvo ni paciencia ni ganas para explicarme con su lengua de trapo las cosas que le habían regalado.
De repente, apareció por la puerta su abuela Matilde. Rubén levantó la cabeza como quien activa un radar y comenzó a llamarla por entre las piernas de sus tíos. “¡Abuela, abuela!”. Y Matilde que sabía lo que hacía sacó del bolsillo del delantal un paquete envuelto en papel de plata mientras la sonrisa a Rubén se le desencajaba. Se tiró a sus brazos y mientras la abuela abría el paquete comenzó a gritar: “¡Biscoshos, biscoshos!”. Se bajó corriendo y cuando llegó donde yo estaba ya traía la boca llena: “¡Abuelo, biscoshos! ¡Biscoshos ricos, abuelo!”
Ha sido en ese momento cuando he visto mis ojos en sus ojos, mis castañas en sus bizcochos, mi ilusión en su sonrisa, mis tenues esperanzas en sus torpes palabras, mi ayer en su mañana.
Así, sigo caminando, por las mismas calles de siempre, absorto en el miedo de saber que hoy puede ser el último atardecer pero, en cambio, lleno de la paz que me da haber descubierto que la vida me lo ha dado todo, incluso un bisnieto que me ha hecho comprender que no me iré jamás de aquí, pues sigo en él, heredero de algo tan sencillo como que la felicidad está en las pequeñas cosas, esas en las que siempre germina el amor. Tal vez esta noche ya no me despierten los lobos.

FIN

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