viernes, 27 de diciembre de 2019

Su voz



Un año más, me gustaría compartir con vosotros mi relato navideño publicado como es tradicional en el Especial Navidad de Diario del Puerto, en esta ocasión bajo el título de "Su voz" y con las excelentes ilustraciones de Alba Prado. Es, sin duda, uno de los relatos más personales de todos los que he escrito en los últimos 20 años.
Feliz Navidad y mis mejores deseos para 2020.

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SU VOZ
Por Miguel Juan Jiménez Rollán


Hace 32 años que no escucho su voz, 32 años.
Mi única preocupación en aquellos últimos días era cómo íbamos a celebrar la Navidad en semejantes condiciones, desde la inocencia infantil de quien creía que aquella situación como mínimo duraría eternamente. El destino tardó apenas un suspiro en solucionar sin contemplaciones el problema y la voz, su voz, se apagó.

Siempre supe que estaba ahí, guardada en un cajón y, tal vez, puede que a los catorce o a los quince sacara a escondidas el magnetofón y la escuchara una o dos veces, tal vez, pero no lo recuerdo, seguro que porque no le daba la importancia que le doy ahora, aunque por la proximidad pudiera parecer que el dolor era entonces más grande. Para mí son 32 años.

En cualquier caso, creo que no me hacía falta escucharla, creo que nunca me hizo falta. La recordaba perfectamente, sin dudarlo, cómo olvidarla. A cualquier hora de cualquier día de los últimos 32 años en que me hubieras preguntado te habría respondido lo mismo: sí, la recuerdo, claro que recuerdo su voz. No como un torrente, ni mucho menos para imitarla, ni siquiera para intentar un atisbo de sonido, pero sí para poder describir su tono dulce, su pausa grave, su ritmo sereno y una fragilidad que me niego a pensar que fuera por la enfermedad.

Aún así, si soy sincero, me pasa algo parecido que con las voces de mis abuelos. Están ahí, retumbando en mi cabeza, e incluso en el caso de ellos podría cerrar los ojos y escuchar una frase, alguna de ellas maldita, pero son las que me vienen, sentados en la cama, mi abuelo diciéndome “¿quieres que recemos por mamá un padrenuestro?”, o mi abuela ante el Cristo del pueblo, los pies desnudos, deformes, amoratados, sobre los adoquines polvorientos, mi pregunta estúpida, su respuesta seca: “Es una promesa”. Insisto, retumban las voces, como su voz, pero en su caso lo intento y en mi cabeza no arrancan, encasquilladas las palabras, porque no recuerdo nada concreto que me dijera, aunque te juro que lo recuerdo todo, te juro que no he olvidado nada y me esfuerzo por rescatarlo, por bucear y sacar todo lo que se me quedó dentro y recuerdo lo que me decía pero como si lo leyera, no como si lo escuchara, aunque la escucho, está ahí, pero no sale, es como un suspiro, como una fragancia, supongo que quiero tocar y todo es humo anudado a mi garganta.

Hasta hace unos días te aseguro que lo prefería así, que siempre hubiera sido así, y no como me pasa con las imágenes de tantos recuerdos, que de pequeño eran películas a cámara lenta, eran saltos, miradas, abrazos, risas, gritos, llantos, carreras, paseos, todo siempre en movimiento, escenas sin principio ni fin, encadenadas, inacabables, a borbotones en la memoria. Pero hay un momento en el que, de repente, todo se descoyunta, todo se vuelve en blanco y negro, todo se emborrona, como cuando en las tardes de invierno y lluvia camino sin gafas por las calles. Sin saber cómo todo se nubla, todo se silencia, a veces sin ni siquiera darte cuenta.

Y todo este proceso inexorable lo suple la inconsciencia de ver cómo tu padre iba sembrando de fotos de ella los muebles, fotos que poco a poco pasan a ser “las fotos” y que son de la misma película de su vida, de nuestra vida, fotos rescatadas de clichés apolillados, fotos amarilleadas por ese rayo de sol que siempre las golpea entre las cortinas a la misma hora de la mañana, fotos polvorientas bajo cristales empañados que nadie frota ni pule, fotos que ahora ya te acompañan, fotos que son recuerdos pero que terminan por apoderarse de los recuerdos porque antes te acordabas de que corrías de su mano por la playa y ahora sólo te viene a la memoria de ese día aquella foto en bañador sobre la arena; porque antes pasaba ante tus ojos cómo te agarraba del brazo y ascendías con ella por el columpio en la Dehesa la Villa y ahora sólo la ves posando con sus gafas de sol sobre la pradera contigua; porque antes estabas revoloteando entre los macizos de boj por los jardines de Sabatini y ahora de ese día sólo se aparece su melena rubia y al fondo el Palacio Real, el atardecer sobre sus labios rojos, eterna, sí, pero fugaz, en la foto detenida; como aquella tarde en la Parroquia, su sonrisa de nuevo limpia, de nuevo plena, con aquella blusa roja con cuya misma tela me confeccionó una camisa, una Cola y un vaso en la mano, el bullicio, la alegría, todo parecía que al fin sería pasado, con su media melena caoba a lo garçon recién estrenada: “Este ya es mi pelo”, decía, recuerdo las palabras, pero ya digo que no la escucho y en cambio sí la veo, gracias a la foto, que ya es el recuerdo y es ella, pura, nítida, para siempre mientras el álbum esté abierto.

Me torturo con el tacto porque es exactamente lo mismo y me sorprendo de que creo que es lo que más echo de menos. Si tuviera que hablarte de algo, al azar, creo que te terminaría hablando de sus manos y no es porque en la penumbra de aquella habitación fuera nuestra última conexión, porque cuando al final todo era ausencia para huir del dolor su mano apretaba siempre con fuerza la mía antes de ir al colegio, su mano, siempre su mano, cuando desde la terraza nos decía adiós, su mano, sus manos, aquella piel tersa, tan fina, tan suave por obra de aquel bote de crema “Vasenol” que anduvo durante muchos años intocable al fondo del aparador, las uñas pintadas de rojo, perfectas, al final de aquellos dedos largos que todo lo que acariciaban era seda. Una tarde, años después, caí dormido en la parte trasera de un coche mientras de pronto sentí de nuevos sus dedos. Alguien entrelazaba sus manos en mi cabello, alguien me acariciaba exactamente igual que ella, alguien me devolvió para siempre ese momento, aunque hoy no recuerdo sus caricias, hoy sólo recuerdo aquellas otras que eran las mismas.

Su olor, en cambio, yo creo que se perdió. No me obsesiona, pero se perdió y además no sabría dónde buscarlo y no sabría dónde encontrarlo. Después de tantas mudanzas, ya no quedan cajones cerrados. Después de 32 años, los contados objetos personales fueron tan manoseados que nadan incólumes en el perfume del presente. En verdad, no tengo nada en lo que hundir el rostro y aspirar, nada en lo que sumergirme para absorber el escalofrío de volver. Aquella casa se vendió y no soy capaz de recordar un olor sin oler, aunque me tranquiliza el asalto imprevisto de una brizna en cualquier esquina capaz de hacer estallar todo lo dormido. Tantas veces las adelfas se han colado a ciegas y me han llevado de su mano a las tardes en la casita de la Aldea; tantas veces los pinos me han agitado sin piedad hasta arrojarme sobre los mediodías ardientes junto a La Albufera; tantas veces la tierra mojada de súbito me ha embarrado en noches de grillos, donde estaba ella, siempre llevándome a ella, siempre los olores de todo aquello que hacía con ella, pero nunca el olor de ella, nunca su olor, nunca su íntima explosión, aunque hasta hoy no había perdido la esperanza. Siempre he creído que su olor estaba dentro de mí, que antes o después algo encendería por fin justo esa bombilla. Se me viene ahora mismo a la memoria como un fogonazo que tal vez sirviera una pastilla negra y densa de aquellas de jabón Magno que siempre había en el baño; o tal vez un puñado en suspensión de Ausonia y sus polvos de talco; o cualquier otra cosa ahora mismo inimaginable, tal vez, pero capaz de sacar lo que yo creo que, insisto, está ahí y que al brotar siempre he pensado que sería capaz de identificar.

Como su voz, siempre ahí, 32 años sin escucharla, pero ha estado siempre ahí, en el mismo cajón, del mismo aparador, que hoy por fin me decidí a abrir. No hay porqués, sólo la decisión de hacerlo y tal vez el miedo a que los recuerdos estén definitivamente muriendo.

Está oculta en una casete Agfa, inconfundible, morada toda la cinta, morada la carcasa, pero con un christmas de Ferrándiz que recortó mi padre y pegó en la carátula. Es una linda pastora, su corderillo en los brazos, el cayado y la sonrisa marca de la casa, las humildes alpargatas y, en una esquina en lo alto, escrito con un bolígrafo BIC negro “Navidad’80”.

Estuvo hasta 1990 guardada en la casa familiar de Ángel del Alcázar y luego regresó a Madrid tras morir mi abuela. Viajó de ida repleta de villancicos infantiles que mi padre nos hizo grabar con un micrófono ridículo, de cable retorcido y remiendos de cinta aislante, regalados como anticipo de la única Navidad que habríamos pasado en Valencia de no ser por el fatal desenlace que luego nos obligó a refugiarnos allí durante tres años.

Viajó de vuelta cosida con celo por mil partes, mordisqueada por aquellos magnetofones que sacaban los sonidos a empellones. Tan frágil regresó que daba miedo ponerla, no porque se fuera a echar a perder para siempre aquella inocente felicidad, aquella algarabía descontrolada, aquella inconsciencia de creer que en la vida todo siempre empieza y nada se termina. No, eso no importaba, ni las chanzas, ni las equivocaciones, ni tantos latiguillos que durante años nos echaríamos con humor en cara. No importaba que pudieran rasgarse rumbo al olvido aquellas voces estridentes de tres renacuajos cantando para solaz de sus abuelos y padres.

Lo importante, lo verdaderamente importante, era que en aquella casete morada, tras miles de campanas sobre campanas, cientos de peces en el río, vírgenes, san josés, bombos, panderos, nadales, auroras, ángeles, atinos y desatinos, allí, al final, estaba su voz, sí, al final su voz, lo único que nos quedaba de ella vivo, apenas una frase, un asomarse, un hacer saber que durante la grabación había estado ahí todo el tiempo, sin duda sonriendo, diez palabras, no más, tan simples como irremplazables, ella, sí, ella, lo sabíamos, lo sabía, pero daba todo tanto miedo que allí se quedó, en silencio. Ya no sé si había más pavor a terminar de desgarrar la cinta o pánico a que la desesperación de escuchar en bucle aquellas palabras ahogara demasiado pronto la frescura de los recuerdos. Cundió incluso la certeza de que entre tanto corta y pega el fragmento se había destruido. Todo lo aplaca el tiempo.

Hasta hoy, que fui hasta ahí, donde siempre estuvo la casete, ahí, en busca de su voz, ahí, 32 años después, y la escuché, de nuevo, otra vez:

“Felices Pascuas y muchos besos para todos. Soy Mari Carmen”.

Y ya está, sin más, ella, entre mis lágrimas, absurdas, desconcertadas, ella, porque es ella, como en mi corazón, su voz dulce, su pausa grave, su ritmo sereno y la fragilidad, ella… Aunque no la reconozco, toda la esperanza y la desesperación comprimidas en la fugaz consciencia de que no la reconozco, de primeras no la reconozco. Vete a tú a saber qué desastre se tejió en mi cabeza en estos 32 años, vete tú a saber qué se desarmó entre tantas noches que en sueños ella llamaba a mi puerta de regreso porque lo que pasaba es que se había ido de viaje; y más noches y más sueños en los que me llamaba por teléfono porque ahora en ese viaje no la dejaban tomar el camino de regreso; tantas noches luego en que me moría de culpa al descubrir que vivía en una casa cercana, casa que con el paso de los años era una residencia donde ella estaba y yo no lo sabía, residencia que más tarde fue un hospital donde su hijo nunca iba a visitarla, hospital donde, enferma, seguía sonriendo como si 30 años de ausencia de un hijo sólo pudiera perdonarlos una madre en su última hora, su hijo que en aquellos sueños no iba a verla, que no se enteraba, su hijo llorando a cántaros, inconsolable, culpable, y ella me hablaba y yo la escuchaba y de tanto escucharla en sueños vete tú a saber qué se desarmó, vete tú a saber qué paso con su voz en mi cabeza.

Porque con esa voz de 1980, con la única voz que me queda y ahora escucho, si hoy me llamara por teléfono te juro que no sabría que era ella. Quién me dice que, imbécil, no la colgaría; quién me dice que si hoy, después de 32 años buscándome, por fin me descubriera al otro lado de una calle y desesperada me gritara y me llamara por mi nombre, quién me dice que con esa voz que me queda, maldita sea, yo no habría seguido caminando sin levantar la cabeza. Estoy seguro de que no me hubiera parado, estoy seguro de que ni siquiera la hubiera escuchado, estoy seguro de que se hubiera perdido arrastrada entre el bullicio y la muchedumbre mientras su hijo, ignorante, perdía la oportunidad de volver a verla.

¿Y si me pasara lo mismo con su olor? ¿Y si ya pasó ante mí su perfume, o su aroma agotado al terminar el día, o el tiempo fermentado entre su ropa, ajada, pero suya, su aliento, su alma, ante mí y si yo, al igual que con la voz, derrotado por el tiempo, ni cuenta me di y se perdió ella y con ella la oportunidad de hacer estallar tantas cosas dormidas, incluida su verdadera voz?

Tal vez debí abrir esta caja de pandora hace tiempo, tal vez fue estúpido mantener en una urna de cristal durante 32 años estos recuerdos. Seguro que, si no hubiera habido fotos, el perfil de su rostro también se hubiera terminado difuminando en mi memoria. Si las imágenes no hubieran anclado sus cabellos, apuntalado sus labios y amurallado su mirada, no me quedaría nada o como mucho la misma desesperación de la tatarabuela Juana, que murió de pena cuando su hijo regresó tras diez años en la Guerra de África y jamás se creyó que aquellos ojos transformados fueran los de la misma persona que marchó. Se convenció de que no era él y enloqueció.

Por eso creo que debo perder el miedo, por eso llevo dos horas por fin en bucle escuchando esas diez palabras, dos horas, sin parar, y por eso, acongojado, voy descubriendo que la voy descubriendo, “Felices Pascuas”, la voy encontrando, “y muchos besos”, va apareciendo, “a todos”, en mí, tan dentro, ella, sí, es ella, siempre fue ella: sabré de nuevo que eres tú cuando me llames.

Mañana arrancaré tu foto del álbum y la pondré en mi mesilla, 32 años después pero también lo haré.

Te quiero. No te olvido ni te olvidé.

Felices Pascuas, mamá, y muchos besos.


-FIN-






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