viernes, 21 de julio de 2017

El juicio a los suicidas



Si ya de por sí es fácil juzgar a los vivos, lo de juzgar a los muertos suele salir gratis. Lo más cruel, de todas formas, no es querer entrar a valorar los hechos en vida del difunto, con el hacha en la mano para hacer leña del árbol caído, sino pretender dictaminar hasta qué punto la muerte es merecida, si llega más pronto o más tarde de lo que consideramos conveniente y si la manera de morir es la adecuada o acaso habría una forma más justa de expirar.

Todo esto alcanza una sencillez pasmosa cuando entra en juego el suicidio. Lo estamos viendo estos días, en los que quitarse la vida está en la primera plana de todos los medios de comunicación al haberse suicidado alguien de "relevancia" para la opinión pública, único caso en el que los medios admiten de forma generalizada informar de suicidios, hoy todavía un tabú.

Pese a que cerca de 4.000 personas se quitan la vida al año en España, más del doble que muertos en accidentes de tráfico, el suicidio sigue agazapado en las sombras de la conciencia pública, en parte por el miedo a generar un efecto contagio, en parte por la vergüenza que genera algo que debería significar un fracaso de la sociedad.

Para la mayoría de las personas la decisión efectiva de quitarse la vida resulta ininteligible, pues, al fin y al cabo, no hay más impulso vital que querer vivir. En cambio, sonroja la alegría con la que esas mismas personas encuentran con facilidad explicación a las causas de los suicidios, con juicios de valor tan dañinos y perjudiciales como superficiales.

Toda muerte exige un porqué cuando la muerte, además, es en sí misma inexplicable. Ahora bien, cuando hay una decisión voluntaria parece incuestionable que ese porqué existe y se hace imperativo encontrarlo, pues forma parte imprescindible del consuelo que palie el dolor.

Ahora bien, tras un suicidio además del dolor también hay que responder a la frustración, en unos casos de quienes creen que podrían haber hecho más por salvar esa vida y en otros de quienes no soportan que alguien haya escapado del castigo que merecía en vida, como estamos viendo estos días en prensa.

Es justo aquí el momento en el que se desata el juicio al suicida, en el que estallan las suposiciones y las conspiraciones en torno a las motivaciones a costa de lo que sea y en el que se sentencia a los fallecidos por algo que siempre va a ser considerado una huida. Salen a la palestra conceptos como el egoísmo y la cobardía, sin respeto ni conocimiento, en una desquiciante hoguera donde no puede no haber un motivo, pues lo que está claro es que un suicida es siempre culpable.

El suicidio es un tema central en la novela "Tiempo de Tránsito" y sobre él reflexionan profundamente todos sus personajes. Me gustaría compartir estos dos extractos de la conversación del cura Máximo y del protagonista, José Antonio, que invitan a juzgar de manera distinta a quienes toman la fatal determinación de quitarse la vida.

La primera es una reflexión sobre los juicios de valor:

"El suicidio no es una cuestión ni de egoísmo ni de generosidad. ¿Quién es egoísta y quién es generoso? ¿El que renuncia a todo lo material y abraza la muerte es egoísta o es más bien generoso? Y el que libra a sus seres queridos de su presencia, ¿es egoísta o generoso? ¿Egoísta si era bueno con ellos y generoso si representaba una pesadilla? ¿Pero para quién?Dígame: con uno mismo, ¿se es más egoísta o se es más generoso renunciando a seguir luchando? Bueno, usted lo diría con otras palabras, claro: ¿Se es más 'valiente' o se es más 'cobarde'? Valiente es el que se queda aquí en la trinchera y cobarde el que toma el camino del cielo, parece obvio, ¿no? ¿Pero no es acaso más valiente el que se adentra en la supuesta oscuridad de la muerte que el que se aferra a la seguridad de la vida en el planeta? Me dirá que si esa persona es creyente, no, que es mejor el paraíso que el mundanal ruido. O sea, cobarde, si se marcha. Pero yo le digo, ¿acaso no sabe el que cree en el Dios de los cristianos que el suicida, de partida, con lo que se encuentra es con la puerta del cielo cerrada? Demasiados riesgos, ¿verdad?"

La segunda es una reflexión sobre las causas:

"Deje los maniqueísmos si quiere hablar de suicidas. Es mucho más complejo y mucho más sencillo que esos clichés suyos. Quien se quita la vida lo único que padece, nada más y nada menos, es el sufrimiento de no ver ni encontrar razones para vivir, para seguir, de tan profunda que es su desazón, de tan profundo que es su hundimiento, incapaz de encontrar a su alrededor una motivación, algo a lo que aferrarse, una soga de la que asirse y que en la otra punta tenga alguien o algo que tire, que empuje, que le saque de la espiral de no ver más allá, de no tener horizonte. Morir es, entonces, una salida, la última, para escapar del intenso dolor. No se ve otra solución. ¿Verdad que si uno no tiene que ir a ninguna parte ni hacer ninguna tarea permanece quieto o, si me apura, durmiendo? Bueno, pues si uno asume esa situación como definitiva, o como una forma de escapar, desea que el sueño le llegue para siempre".

En este mundo, ante todo y sobre todo, estamos para vivir. No se me ocurre un principio más básico y esencial. Hemos venido a vivir y, si a la gente se le quitan las ganas de vivir, algo no estamos haciendo bien como sociedad. Flaco favor nos hacemos si al suicida lo consideramos un fracasado culpable. Es cierto que como sociedad nos avergonzamos de ello, pero por eso mismo lo ocultamos, cuando es fundamental tomar conciencia de esta realidad y poner los medios para solucionarla. Morir no debiera ser nunca la última salida, no al menos para una cifra tan impactante como la de 4.000 personas al año.


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