El colegio es siempre volver, volver sin cesar, volver a empezar, volver para empezar, volver donde empezamos, donde nos encontramos, donde nos reencontramos, donde nos nacieron, donde nacimos.
Es volver de niños, un curso más; es volver como padres, otra primera, y otra segunda y otra vez otra nueva vez; y es volver en los recuerdos inevitables, grabados en el fuego del despertar, del no olvidarás jamás, jamás, ni los olores, ni los sabores, ni los colores, ni el frío, ni el calor, ni la humedad, ni la nieve, ni la lluvia, ni las clases, ni los objetos, ni los primeros, ni los últimos, ni los amigos, ni los enemigos, ni las sombras, ni las centellas, ni los profesores, ni sus nombres, ni sus costumbres, ni sus manías, ni sus obsesiones, ni sus grandezas, ni sus riquezas, ni sus tesoros compartidos, impuestos o transmitidos, ni los juegos, ni las entradas, ni las salidas, ni los llantos, ni las risas, ni sus porqués, ni sus cómos, ni los ríos, ni los cabos, ni los pronombres, ni las esdrújulas, ni las carabelas, ni las guerras, ni las paredes, ni las ventanas, ni lo que se veía por las ventanas, ni las persianas, ni las mesas, ni las pizarras, ni aquellas ni las de ahora, las de tus hijos o las de tus nietos, todo tan distinto, todo tan parecido, todo tan íntimo, tan crucial, tan esencial, tatuado para siempre y por siempre para volver, hasta el punto de que la vida no son años, la vida son cursos, desde septiembre al verano, desde el otoño hasta que el calor derrite los libros y las tizas y huimos gritando palabras benditas,"¡vacaciones!", sin saber que se inventaron porque después hay que volver, volver a esos patios de arena y cemento, a esos duros campos que lijan zapatillas y desollan rodillas, a esos surcos húmedos por las lágrimas, esponjosos por los secretos, aventados por los gritos y fermentados por el bullicio de quienes nacieron para crecer a la sombra de una fuente donde había que hacer cola al tronar la sirena.
El patio, donde empieza y termina todo, donde te arrancan de la mano de tus padres a la mañana y donde corres por las tardes a sus brazos; donde empieza la vuelta al cole y donde empieza la vuelta a casa, cada día y al cabo de los años, la vuelta a la vida, la vuelta al mañana, lejos ya pero tan cerca, pues tanto te llenaste que nunca dejas de volver.
Por eso el colegio debía de ser un referente necesario en "Tiempo de Tránsito", un regreso inexcusable en los recuerdos de sus principales personajes, con momentos cruciales como los del cura Teófilo, pero también con pasajes costumbristas con el patio precisamente como protagonista, en un momento esencial del día y de la vida, no a la entrada, sino a la salida, porque nada hay que consuele más a un niño que el saber que después de todo siempre hay alguien ahí que le espera.
Os dejo aquí uno de mis pasajes de la novela favoritos, la descripción de ese patio en el que Sandra aguarda a su padre, Sandra, ese motor clave y esencial para que el barco de José Antonio no se detenga durante su tiempo de tránsito.
"El patio del colegio, inmenso, era una selva de madres, padres, abuelos, abuelas, cuidadoras y cientos de niños que salían por la puerta y pasaban olímpicamente de sus madres, padres, abuelos, abuelas y cuidadoras.
Los abuelos y las abuelas permanecían de pie, inmóviles, como si la única garantía de encontrar a los nietos fuera quedarse quietos, angustiados y fatigados de ver pasar cabezas y más cabezas y no reconocer a ninguna en su afán por, al menos, gritarles que les dieran un beso y que se fueran comiendo el bocadillo y el zumo, con tanto mimo preparados.
Las cuidadoras, por el contrario, sentadas en un rincón y sepultadas por bolsas de la compra, gorros, bufandas y carros de bebé, aguardaban pacientes y casi sin inmutarse.
Los padres vagaban solitarios entre las montoneras de abrigos y mochilas, esquivando balones, combas y llantos, deseosos de agarrar a los niños y salir corriendo de aquel jaleo.
Las madres, en cambio, charlaban en corros unas con otras, con las bolsas de la merienda colgadas de las muñecas, sabedoras de que no tenían más que dejarse ver, poco a poco, entre las carreras, los gritos, los agarrones, los empujones y los saltos para que, lentamente, como los potros salvajes, los niños se fueran tranquilizando y acercándose mansamente a sus pies".
¿Quién no querría volver a esos años de saber que hagas lo que hagas siempre hay alguien que te espera?
Tal vez por eso tenemos hijos, para seguir esperando...
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