lunes, 25 de diciembre de 2017

Mi ángel caído

Comparto un año más desde este espacio mi tradicional relato de Navidad, publicado como es habitual en el Especial Navidad de Diario del Puerto, en esta ocasión bajo el título de "Mi ángel caído". Es también mi manera de desearos a todos muy Feliz Navidad e invitaros a una reflexión: en estos días "es preciso a menudo la austeridad emocional, porque cauteriza más un susurro que abrir una ventana y gritar".



MI ÁNGEL CAÍDO 

Tengo tu libro encima de la mesilla, el tostón de tu libro. Cada vez que me giro en la cama veo el absurdo copo de nieve que plantaste en la portada y me entra frío, en mitad de la espalda, y tengo que dar un par de vueltas más y toda la almohada se recalienta y termino mirando hacia la ventana, con sus gotas de lluvia que resbalan, asaeteadas por los rayos naranjas de las farolas, tan altas, tan esbeltas, tan ligeras, todo lo contrario que el insufrible ladrillo que te dio por escribir, con ese canto inabarcable que tuviste que rellenar con todos tus nombres y todos tus apellidos, incluido el apellido de tu segundo apellido y ese “del” acomplejado que ahora te aporta tintes aristocráticos y que rellena de intelectualidad la solapa pastel con el copo y su estela, densa, rígida, como si del cielo nevaran piedras y se clavaran en el asfalto, con las aristas enhiestas, prestas a hacer jirones las suelas de los zapatos, las ruedas de los coches y las pezuñas de los gatos, que serían incapaces de salvar con su sigilo semejante montaña de palabras y páginas, tantas, que ya te dije que fue lo primero que miré, el número de la última página, 983, que además tiene trampa, cuánto te han gustado siempre las trampas, porque te marcaste un epílogo de 18 paginitas más, 18, sí, las conté, pero no las numeraste, claro, no fuera que tu modestia quedara en riesgo por sobrepasar las mil páginas, al final 1.001, sin contar las dos hojas de agradecimientos, que te las perdono porque me nombras, justo al final del final, como cloenda, me dijiste pedante, aunque yo estoy de acuerdo con Marta que lo de plantarme ahí fue más bien por usarme de moraleja, como si lo nuestro fuera una fábula de uvas y zorras, de quesos y cuervos, de ratones y montes, de burros y ranas, suspendidas como pavesas en la mugre de los charcos, algo que jamás lograría tu libro, incapaz de mantenerse a flote, con ese peso, que me abruma, pero eso a ti no te importa, vete tú a saber con quién estarás durmiendo a estas horas, piel con piel, caliente bajo las sábanas sudadas, su pelo sobre tu pecho como quien se cobija a la sombra bajo las hojas de palma y tu respiración intensa, extensa, profunda pero despreocupada, porque te sacaste de encima todo un siglo de obsesiones, todo un milenio de manías, toda una eternidad de
frustraciones, desplomadas sobre mi mesilla, acobardada, que miro sus patas y te juro que tiemblan porque saben que son incapaces de sostener por más tiempo ese copo y todo el alud de moñadas con las que has edificado tu nueva vida, tu nuevo discurso, tú, profeta del musgo y el espumillón, tú, buda del acebo y la pandereta, tú, yogui de los renos y de la paz en el mundo, tú, ladrón de vidas ajenas,
araña que teje las sombras con lo que fuimos y dijimos que seríamos y ya nunca seremos por mucha poesía que destilen tus halagos de almíbar envenado, tus recetas de gurú trasnochado y tu infumable tostón, pretencioso, insufrible y capicúa porque se odia tanto cuando empiezas como cuando lo terminas.

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Qué ganas tenías, seguro, de esa primera frase, de plantarla entre comillas, desafiante, cómo pudiste, como carne viva que se abrasa en la hoguera y que jamás apaga esa lluvia de semanas que sigue tamborileando en mi ventana, la frase al comienzo de tu novela: “Te había querido un jueves y ya el viernes te buscaba en los vagones del metro, en los escaparates de las tiendas, en el reflejo de cada bola de cada abeto plantado en cada esquina de cada plaza”, las bolas, yo que lo leí hace años en un suplemento de no sé qué diario, yo que crecí convencida de que mi padre tenía así el bigote y los ojos, alargados, yo que me refugiaba en aquel rostro proyectado, deforme, porque era de la única Navidad de la que tenía recuerdos y tú vas y abres el tostón con mi metáfora, banalizada, te acostarías con alguna y ya creías que la amabas, aunque claro, para qué tanta poesía, si al párrafo siguiente, menudo delirio literario el tuyo, aparece ese ser misterioso, menudo misterio, empuñando la metralleta, figúrate, un tipo en la Gran Vía con una metralleta, como si fuera una castañera con su espumadera, alegría, encima “con corbata roja y sin silenciador”, plantado en la cola de la Administración de Lotería y que se lía a cañonazos contra la chica, su amor del jueves, Natalia la llamas, qué valiente, a tomar por saco las bolas, todas estalladas, la ficción todo lo hace gratis, y venga ráfagas, y se queda tendida, en la acera, sobre el manto de nieve gris largamente pisoteado, el jersey de cachemir fundido en una pasta carmesí, derretida a borbotones, y los boletos escapándose de sus manos, aventados por las esquinas hasta colarse empapados por las rejas de las alcantarillas, y allí la dejas, allí me dejas, supe enseguida que era yo, yo soy la muerta, desangrándome, porque sólo te interesa la metáfora y colarte por las cañerías y jugar con los sueños rotos y recrearte en los millones de euros que jamás tocarán esas yemas congeladas, como los copos, como mi espalda, como las gotas en la ventana, como debería estar mi almohada y no tórrida de tanto girar, tórrida como tu vida, como tus boletos, malditos boletos, premiados, “30.884”, lo canta en el libro un niño de San
Ildefonso, en una Telefunken gris con asa negra, mi Telefunken, el hombro dolorido tras apostarme al pie de aquel vertedero improvisado de plásticos raídos y restos putrefactos desaguando en montañas de barro, el asa aferrada, el brazo girando y la mano que se abre y el televisor vuela sin control porque yo creía que el pasado no se puede abandonar, no se puede depositar, el pasado había que arrojarlo, lanzarlo, lejos, y que, cuando alcance los límites que la fuerza te permite, estalle, cuanto más fuerte mejor, un trueno y mil pedazos de carcasas y cristales, de circuitos y cables, entre latas y mondas de patatas podridas por la humedad que trepa a la sombra, allí, la Telefunken, muda, para siempre, un jueves de diciembre, porque yo no quería ya más películas de John Wayne, ni azafatas con sus gafas de pasta sonriendo en la subasta, ni lobos, ni águilas, ni Félix, ni payasos que todas las tardes me preguntaban que qué tal estaba y yo ya no estaba, para nada, ni para discursos del Rey, ni para volver a casa, ni para preguntar por el enemigo, ni para uvas, ni para empanadillas, ni para que Rafael siguiera interrogándome con los ojos desorbitados acerca de qué misterio habrá, cuando todo estaba muy claro, ya no habría más bolas ni reflejos en su espejo plateado, ya no había ningún misterio, por eso reventé aquella Telefunken, con sus antenas y su paño de ganchillo, ningún misterio, ninguno, ni siquiera lo hay en el tostón de tu libro, que está muy claro, muy claro que el de la metralleta es el detective, que el asesino se está buscando a sí mismo, que eres tú el que me matas y eres tú el que me buscas y te buscas y te escondes mientras me buscas, y le haces sacar al niño de San Ildefonso en un primer plano de mi Telefunken el “30.884”, no había otro número, no había otro juego que hacer con los números, no había otra fecha, no había más muertos con los que fabular que los míos, no había más entrañas que revolver que las mías, como si aquello hubiera sido un premio, y dice Marta que eso es otra metáfora, la chica muerta con un boleto en la mano que a las pocas horas resulta premiado, la muerte y lo que se pierde, el premio de la vida, la condena multiplicada y no sé qué más sandeces porque tú la matas, tú, el detective, lo repito, el detective, el asesino es el detective y lo repetiré todas las veces que haga falta y le reventaré el final de la novela a todos cuantos pueda para ahorrarles sus mil y una páginas y el epílogo y la ristra de gracias y millones de gracias a decenas de amigos y conocidos y amigas y conocidas y colaboradores y decenas de colaboradoras y más amigas y la moraleja, que es el auténtico final de la historia.

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Porque es obvio que en aquella cena el tapón de la sidra voló intencionado, tú encañonaste el aparador, tú te creías que podías hacer con aquel angelito de escayola lo mismo que yo con la Telefunken, pintado de amarillo y azul con los pinceles despeluchados de Sor Lucía, el corcho certero, las alas y la cabeza rotas, el ángel, lo único que conservé, lo último que le regalé, y las risas apagadas, las pocas que habían vuelto después de tantos años, mi angelito, sus manos juntas, sus ojos y su sonrisa pintarrajeados, era tan niña, lo barrí a los tres días, cuando aún escuchaba el eco hueco del corcho, hueco, como los disparos de la metralleta, tú también acomplejado, un asesino descargando ráfagas en la Gran Vía y los disparos sonaban “como se descorchan botellas de sidra”, ahogados por el bullicio de coches y la algarabía de familias, bolsas y zapatos, no me río porque siento rabia, te salió el trauma, me estabas matando y el subconsciente te vomitó el destrozo de mi angelito, es “otra” metáfora, insiste Marta, pero lo cierto es que lo dices en los agradecimientos: “Y a Natalia, a la que no olvido, esperando que algún día me perdone por aquel ángel caído”, si pudiera, si
yo pudiera, si yo pudiera volver, si yo pudiera volver a recoger los pedazos de aquel ayer, si yo pudiera regresar a mi padre y recuperar las sonrisas de aquellas navidades, si pudiera, si yo pudiera, si yo pudiera regresar desnuda de tanta nostalgia, limpia de tanta melancolía, vacía de tanta rabia, seguro, te lo juro, que te perdonaría, te lo juro, y en la ventana no sería de noche, y ahora no llovería, y mi almohada estaría siempre fresca y mi pelo rizado sería largo, tanto como cuando él de pequeña me peinaba y desnuda sería yo quien cubriera tu pecho, despreocupada, segura, y las patas de la mesilla no flaquearían y volvería a encender la tele al llegar a casa, el parqué frío, las paredes mudas, los jarrones resecos, las cortinas dormidas y su luz irrumpiría y te vería, con un poco de suerte por fin te vería, alto, engolado, seguro, la raya al medio, cada vez más ancha, tú y tus recetas y no me importaría si funcionan; y volvería a subir al coche, relajada, las alfombrillas embarradas, la escarcha en el parabrisas, una lata de refresco vacía, el asiento del copiloto como estantería y la radio sin importar en qué dial se quedaba, el contacto y la voz irrumpiría y te escucharía, con un poco de suerte por fin te escucharía, firme, convincente, apasionado, el tono quebrado en cada pasado rescatado, tú y tus recetas y no me importaría si funcionan; y volvería a caminar, la nieve en la espalda, el paraguas con las varillas dobladas, las manos enrojecidas en los bolsillos y te leería, con un poco de suerte te leería, asomado entre los plásticos que protegen las revistas de los copos, tus dientes blancos, tu camisa rosa, tus manos abiertas y tendidas, tú y tus recetas, palabras y más palabras que no me funcionan, que a mí no me funcionan, que a mí no me enseñan, que a mí no me llenan ni el silencio de te quieros, ni el vacío de caricias, ni el teléfono de llamadas, ni el salón de algarabía, ni la cama con tu espalda, ni la puerta del salón con la sombra que proyectaba la lámpara de la mesa camilla, que veía desde mi cama, su cabeza alargada y el borde del libro que siempre leía y me dormía, yo me dormía, ya sabes que me dormía, lo pones por ahí, ya ni me acuerdo en qué página, ni siquiera le llamaba, me bastaba su sombra, sin dar vueltas, sin pelearme con la almohada, sin ladrillos que me vigilan en la mesilla, que es como si te abrieran en canal y te sacaran lo que te corroe pero que no se lo lleven, que te lo dejen delante de tus ojos, que pueden llegar a doler de tanto mirar, incapaces de escaparse, y no me hables del sentido de las cosas, del verdadero sentido, ni de abstracciones, que soy yo, maldita sea, que esa historia es la mía, que son mis fantasmas, que son mis lágrimas y me da igual que las tejas con tus otoños y tu insípida infancia, que las pases por el cedazo de tus inseguridades, si al final soy yo, sólo yo y una estúpida historia, sí, una historia repleta de metáforas, ya, pero a la mierda las metáforas, hasta las narices de tus metáforas, porque ya sé que necesito caminar, que necesito volver a caminar, que necesito seguir mirando al frente, que tengo que reír y sacarme la pena del alma, pero yo sola, cuando me dé la gana, reventando televisores o lo que haga falta, o lo que se me venga en gana, cuando se me venga en gana, y no cuando tú quieras, no cuando tú quisiste, cuando tú has querido, que a veces pienso que esto es una venganza, es tu forma de decir, “mira, míralos, aquí están tus traumas, los tuyos, los que se llevaron nuestra historia, los que derritieron nuestro amor”, tu forma de restregarme que tenías razón, aunque dirás que es tu forma de ayudarme, con un libro, con el tostón de tu libro, un superventas que te ha hecho famoso, ni lo imaginabas, aunque lo soñabas, sé que lo soñabas, claro que sí, si yo velé esos sueños, tanto, como para no saber que lo soñabas, la fama, las entrevistas, para contar tu verdad, que es la verdad, por supuesto, si no te lo niego, si esa fragilidad es la mía, si esa vida es mi vida, si esa filosofía es el argumento de mi día a día y claro que me escondía, y claro que lloraba y claro que nadie rompe su vida por un ángel caído, pero si yo tengo que respetar tus metáforas, respeta tú las mías, haber respetado mis símbolos y mi dolor, ese que en las primaveras se ahoga gracias a las lluvias, que en los veranos se achicharra con el sol, que en otoño se asfixia bajo las montañas de hojas secas y que en invierno se congela cocido en el vaho de las alcantarillas, ese dolor que, en cambio, en estos malditos días se pasea impune por mi casa, aunque no haya espumillones en los que posarse, porque no resisto tanto exceso emocional.

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Tú lo decías en una página por el final, casi al final, una página de la derecha, más bien por abajo, casi abajo de la página, y lo repites y repites en cada entrevista: “Nos hemos obsesionado con el derroche material, con criticar el desfase de las cosas y, en cambio, nadie se preocupa del exceso emocional, del desaforado desborde de carcajadas y deseos, del huracán de felicidades entusiasmadas, de esperanzas escupidas a borbotones entre pólvora y confetis, de deseos perfectos y de tantos y tantos agradecimientos brindando desencajados, derribados por tantas palmadas y tantos abrazos, ahogados en copas que no respetan que siempre hay en la sala cada año una lágrima, una nostalgia, una pena, una herida abierta que sólo es feliz desde la sutilidad, desde la caricia, a veces hasta desde el silencio, sin renunciar a nada, sin renunciar a nadie, sin tener que apagar las velas, ni agujerear la guitarra porque hay que seguir, levantarse y no renunciar al mañana, pero es preciso a menudo la austeridad emocional porque en esos días cauteriza más un susurro que abrir una ventana y gritar”.

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Esos días… Si yo pudiera, si yo pudiera volver a esos días, si yo pudiera recordarlos cada día, si yo pudiera acordarme de él todos los días, si yo fuera él qué sentiría allá donde fuera, cómo vería que uno tras otro pasaron los días, cómo vería que uno tras otro siguen pasando los días y nadie ya casi se acuerda, y ya nadie casi recuerda e incluso las fotos congeladas están cada vez más arrinconadas y su niña se hizo mayor y se abrió camino en la vida, y su niña, lo más importante, lo único, parece que olvidó y aquí sigue viviendo y él solo, allá donde esté, y hay días que no me acuerdo, y hay semanas enteras que no me acuerdo, y hay meses enteros que no le recuerdo y cuando por fin me acuerdo es para acordarme de que ya no me acuerdo o de que sólo me acuerdo por culpa de tu libro, del tostón de tu libro, de su absurda historia, porque si ya tengo pocos recuerdos encima tienen que ser así, a través de ti, y sólo me acuerdo para maldecirme por lo poco que le recuerdo, sin olores, sin sabores, sin colores, porque todo es tan borroso, todo es tan malditamente borroso que se vuelve doloroso y cuando llegan esos días, cuando llegan estos días, alguien te ve hundida y te grita mientras escupe migas de polvorones que lo tienes que superar, que tienes que pasar página, aunque lo que verdaderamente te pasa, es verdad, es que estás desesperada por buscar más páginas, es verdad, necesitas aún más páginas, no cien, ni quinientas, ni mil, maldita sea, sino otras mil y mil más y más porque recordar al fin, por fin, ya no es el trauma, es cierto que ya no es el traume, es cierto, tienes razón, es la placentera sensación de que le quise y me quería, de que le quiero y nos queremos, de que vencimos y venceremos al tiempo.

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Dejó de llover y me levanté. Allí se quedó aireándose la tórrida almohada. Abrí la ventana y el olor a tierra mojada inundó la habitación. He tenido ganas de coger impulso y arrojar tu libro desde este séptimo piso, de ver cómo volaba con fuerza propulsado por su terrible peso para, de pronto, abrirse sus tapas y colarse el viento por entre sus páginas, trepidantes como farolillos en el atardecer de las fiestas, y frenarse como un paracaídas, y descender girando, mareado y reventarse sobre el asfalto, contra el canto y tu insufrible apellido, en mil pedazos, como la pantalla y la carcasa de la Telefunken, como mi ángel, caído.
Hubiera sido como cuando quería borrar mis recuerdos, hubiera sido como cuando borraste mis recuerdos, hubiera sido como era, como yo era, no como soy tras leer tu libro, el tostón de tu libro, con sus miles de páginas, sus millones de palabras y sus infinitas metáforas, malditas metáforas, pero son mis metáforas, de mis recuerdos, de como le recuerdo y de todo lo que te contaba de lo que recordaba y que ya no recordaba y ahora recuerdo y vuelvo a recordar y le veo ahí delante, sonriendo, en aquella Navidad, y no me importa llorar, porque me siento cerca, muy cerca, cuando lo recuerdo, aunque destrocé la Telefunken, aunque derribaste su ángel, aunque desde entonces tú y yo casi no hablamos, ni nos vemos y lo único que tengo es una moraleja.

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Si estos días nos vemos, si por casualidad nos vemos, si nos cruzamos por la Puerta del Sol o por la Plaza Mayor, en el mercado de San Miguel o en la puerta de aquel mesón tan hortera  donde nos hartábamos de tortilla, persígueme, pero no me llames a gritos; acércate, pero no vengas corriendo; ábrete paso entre la muchedumbre despacio, pero no empujes; sonríe, si quieres, pero no enseñes los dientes; alarga tu mano si estoy de espaldas, pero no te abalances; y si sigo sin verte di mi nombre, dilo, pero como un susurro, tierno, sin importarte la algarabía, porque ten por seguro que te escucharé. No tengas miedo de mi desconcierto, no te asustes si no acierto a decir palabra, si parece que no te reconozco. Es que estaré regresando del pasado, es que estaré paladeando cada número que gritan las loteras, cada luz desprendida de colores titilantes, cada figurita de belén escurrida entre los dedos de una niña, cada bola de plata y sus mil reflejos, cada villancico del tamborilero, cada bolsa y sus increíbles regalos, en sus manos, de mi mano, paseando, como una vez hace ya tantos y tantos años, recordando, ensimismada… hasta que llegue tu susurro, al final, como un tenue latido para volver a lo real, tú, allí, sin dejarte ir, porque ten por seguro que te escucharé y entonces la que buscaré será tu mano y te acabaré perdonando aunque sólo sea para pasear contigo esa noche…

FIN


FELIZ NAVIDAD

1 comentario:

  1. www.anmynor.es ver publicacion en Books Review

    CAPTFELIX MARTIN DE LOECHES
    ANMYNOR*****

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