lunes, 26 de febrero de 2024

Cesar, que te cesen, dimitir o que te dimitan: no hay (casi nada) más

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La vicepresidenta del Gobierno, María Jesús Montero, en imagen de archivo junto al exministro de Transportes, José Luis Ábalos, durante una comparecencia en el Congreso.


A estas horas de la mañana, en el PSOE aguantan la respiración mientras el exministro de Transportes, José Luis Ábalos, deshoja la particular margarita de sus actuales cargos públicos ante la presunta trama de comisiones ilegales pilotada por su guardaespaldas y mano derecha, Koldo García.

En este contexto de presiones y decisiones, de chantajes, órdagos y faroles, resulta conveniente reflexionar desde el ámbito de la semántica sobre todas y cada una de las formas que existen de abandonar un cargo público, un proceso siempre, repito, siempre traumático, ya sea querido o sin querer, porque los caminos hasta la decisión última, la tome quien la tome, implican en todos los casos sudor y lágrimas.

Conviene recordar que el Boletín Oficial del Estado (BOE) apenas conjuga en la práctica un único verbo para ejecutar la salida de un cargo público: "cesar", del latín cessare, que venía a significar parar, detener, interrumpir.

A efectos de nuestra sacrosanta política, las dos acepciones de la RAE para "cesar" más relevantes son, en primer lugar, "dejar de desempeñar un cargo o un empleo" y, en segundo lugar, "destituir o deponer a alguien del cargo que ejerce". Y las dos son de máxima vigencia.

Raquel Sánchez, el día en que cedió su cartera de ministra a Óscar Puente.
Por ejemplo, la exministra de Transportes, Raquel Sánchez, no fue cesada (depuesta) el pasado 21 de noviembre cuando fue nombrado nuevo ministro Óscar Puente. El presidente del Gobierno ya había "declarado" su cese el 10 de julio de 2023 como consecuencia directa de la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales, pasando a ejercer Raquel Sánchez un cargo en funciones que sin necesidad de una nueva declaración en el BOE de por medio "dejó de desempeñar" automáticamente en el momento que fue nombrado Óscar Puente.

Ahora bien, lo habitual no es "declarar el cese" sino "disponer el cese", fórmula habitual en el BOE para ejecutar la destitución en su cargo del implicado o la implicada, como sucedió por ejemplo en julio de 2021 cuando Pedro Sánchez cesó como ministro a José Luis Ábalos y nombró en su puesto a la citada Raquel Sánchez.


Eso sí, "el cese" es la decisión formal, lo cual no presupone ni el porqué ni el cómo de dicha decisión. Uno puede ser destituido por voluntad directa y a iniciativa propia de quien tiene la responsabilidad de su nombramiento; uno también puede ser destituido tras decidir voluntariamente no seguir en el cargo y "cesar" en la actividad, de forma incluso natural en momentos específicos de transición y de cambio; en este contexto, por elevación, uno puede también dimitir, es decir, renunciar al cargo de forma abrupta y expresa, por razones de muy diversa índole; incluso, a uno le pueden dimitir, circunstancia que se da cuando quien ostenta el cargo es forzado a abandonarlo pues no se quiere ejercer la prerrogativa de la destitución directa, bajo la creencia de que con ello se preservan mejor principios como la coherencia, la altura de miras o incluso la dignidad del propio afectado mientras se pretende diluir la responsabilidad o la trascendencia de los hechos que motivan la decisión, con la disparidad de criterios de quien cesa y de quien al fin y a la postre es cesado.

Isabel Pardo de Vera, exsecretaria de Estado de Transportes.

Por eso no es lo mismo cesar que el hecho de que te cesen y tampoco es lo mismo dimitir que el hecho de que te dimitan, siendo esto muy habitual y el último caso lo encontramos a comienzos de 2023 cuando la entonces secretaria de Estado de Transportes, Isabel Pardo de Vera, y el entonces presidente de Renfe, Isaías Táboas, dimitieron de sus cargos tras la polémica por los errores en los diseños de los trenes destinados a Asturias y Cantabria. Es conocido que Pardo de Vera y Táboas fueron elegidos por el Gobierno como cabezas de turco y que se les advirtió que si no dimitían acto seguido serían destituidos. En base a los principios antes descritos, Pardo de Veras y Táboas fueron obligados a dimitir, es decir, fueron dimitidos. Eso sí, a efectos de la opinión pública, renunciaron voluntariamente a sus cargos y automáticamente en el BOE la ministra Raquel Sánchez vino a "disponer su cese".

En el caso del exministro José Luis Ábalos, que ha recibido el ultimátum del PSOE para abandonar su cargo de diputado en las Cortes Generales, en estos momentos está recibiendo todas las presiones para que dimita, para que renuncie a su cargo, si bien en este caso no pueden ni dimitirle ni, de momento, cesarlo. Ábalos es diputado por mandato de la soberanía nacional y sólo puede perder su condición de diputado "por decisión judicial firme que anule su elección o proclamación; por fallecimiento o incapacitación declarada por decisión judicial firme; por extinción del mandato, al expirar su plazo o disolverse la Cámara; y por renuncia ante la Mesa del Congreso".

Es decir, no existen ni criterios políticos ni responsables políticos con capacidad para cesar a un Ábalos que sólo saldría del Congreso por sentencia judicial firme, por voluntad propia o, Dios no lo quiera, con los pies por delante. Si a esto unimos que la condición de aforado de todo diputado comporta privilegios en los procesos judiciales en curso, entenderemos que Ábalos se resista a dejar su cargo.

Obsérvese cómo Ábalos sí ha decidido renunciar a su puesto de presidente de la Comisión de Interior del Congreso, puesto nombrado a propuesta del Grupo Parlamentario Socialista y, por tanto, automáticamente "cesable" por voluntad de dicho grupo y respaldo del resto de integrantes de la Comisión.

José Luis Ábalos, exministro de Transportes, junto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez.

En cualquier caso, Ábalos no tiene muchas salidas: o bien renuncia y acepta el principio del fin de su carrera política, o bien se marcha al Grupo Mixto, o sea, el destierro, el desierto, la inanición, es decir, la misma muerte pero a cámara lenta.

Lo dicho, más allá de intentar llevar siempre la cabeza alta, en esto de la política o cesas, o te cesan, o dimites o te dimiten. Son prácticamente todas las opciones.

Y digo "prácticamente" porque tal vez haya una fórmula más, la de nuestro querido protagonista de "El cese", Baudilio Serna, pero para conocerla no queda otro remedio que leer la novela.

Sinceramente, os la recomiendo.

sábado, 3 de febrero de 2024

No me toques los... tomates


El vergonzante comportamiento de Francia en la crisis de sus agricultores va mucho más allá de la pretensión de los huelguistas de hacer daño al gobierno de Macron utilizando a los transportistas españoles como armas arrojadizas.

Bloquear los camiones, acosar a sus conductores, vaciar su carga, destruirla y, por último, quemar los vehículos es una escalada que denota que bajo la piel de la indignación por su situación de agricultor en Francia subyace un rechazo evidente a lo que venga de España.

Pedro Sánchez durante el último Consejo Europeo.

No hay más que ver las palabras de la líder socialista Segolene Royal que, para justificar la injustificable actitud de los agricultores franceses, no ha dudado en pretender convertir a las víctimas españolas en agresores, sabiendo que encontrará un caldo de cultivo perfecto entre su parroquia al acusar a los tomates BIO españoles de "incomestibles".
El gobierno español, que como siempre reacciona tarde, ha salido al paso por fin con el presidente Sánchez a la cabeza, que ha defendido el tomate español y lo ha calificado de "imbatible", palabra que el presidente acostumbra a utilizar en materia "agroalimentaria", pues fue la misma que usó para rebatir a su entonces ministro de Consumo Alberto Garzón cuando criticó en "The Guardian" el excesivo consumo de carne en España. "Un chuletón al punto es imbatible", dijo también Pedro Sánchez.

Miguel Ángel Revilla con las célebres anchoas de Cantabria.

"No me toques los... tomates", vino a decir el otro día Segolene Royal y "no me los toques tú a mí" vino a responder obviamente Pedro Sánchez. Todo porque si nos ceñimos a las cifras y a la calidad, el sector hortofrutícola español verdaderamente es imbatible a nivel mundial, a la cabeza de la práctica totalidad de las listas de frutas y verduras tanto en materia de producción como en materia de exportación. Esto es incuestionable... pero aquí se dirime otra cuestión, aquí lo que trufa la demagogia es el chovinismo, el patrioterismo, el utilizar los productos del campo como seña de identidad nacional que exacerba a las masas, esas que los políticos adoran que voten sin pensar.

Alberto Núñez Feijoo con los plátanos de Canarias.

Para ello qué mejor que tocar la fibra sensible del orgullo patrio con aquello que es más identitario: el campo y sus frutos, ligazón con nuestras raíces y sabores cultivados desde nuestra infancia.
De pocas cosas presumen más los políticos en sus constantes apariciones públicas que de los productos regionales. Saben que conectan de inmediato con el pueblo.

Isabel Díaz Ayuso con los melones de Villaconejos.
Si bajamos al ámbito autonómico y local, este proceder se acrecienta aún más.
Tal vez uno de los casos más paradigmáticos sea el del expresidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, con sus célebres anchoas; pero no hay político autonómico que no busque permanentemente la foto con esos productos de la tierra, que, además, son la base de la gastronomía, que es a su vez fundamento esencial del turismo, que es a su vez fundamento esencial de la economía de nuestras comunidades autónomas y del conjunto de España. Insisto, ejemplos hay todos los que quieran con las naranjas de la Comunidad Valenciana, los tomates de la Región de Murcia, los plátanos de Canarias y hasta los melones de Villaconejos con Isabel Díaz Ayuso, aunque la lista es tan infinita como pueblos tiene España.

Ximo Puig y las mandarinas de la huerta valenciana.
Este es el eje vertebrador de ese personaje tan histriónico y querido por los lectores de "El cese" que es el presidente autonómico Agapito Palazón, orgulloso defensor del tomate denominación de origen de la imaginaria Alburaca de Ramos, y encarnación de una manera de hacer política con el tomate regional como seña identitaria, como símbolo que aglutina el espíritu regional y encarna su forma de conectar con la ciudadanía.


Ese invernadero en los jardines centrales de la Sede Presidencial, donde el presidente Palazón cultiva sus propios tomates, no es más que otra de esas verdades de la política que "El cese" busca relatar, pues es necesario no perder nunca de vista al electorado y a sus fundamentos más primarios, hábitat en el que siempre triunfa desde un plátano hasta un pepino pasando, claro, por los tomates, por nuestros tomates, por supuesto "imbatibles", señor presidente.






lunes, 29 de enero de 2024

Lo que muestra, lo que esconde y lo que cuenta la portada de El Cese



De todo el proceso creativo que comporta una novela, tal vez uno de los episodios más fascinantes y decisivos sea el del diseño de la portada, que no es más que esa loca misión de fabricar un rostro que de una u otra manera sea fiel al relato creado, a sus hechos y a sus valores, sin dejar de responder a su misión principal: servir de polo de atracción.
La portada es lo último que se crea y, en cambio, es lo primero que va a ver el lector. El diseñador juega con la ventaja de tener en sus manos todas las herramientas del libro para encontrar la creatividad perfecta. En cambio, eso lo que abre es un universo de posibilidades, de alternativas, entre las que elegir y sobre las que trabajar. Raramente se acierta a la primera. Lo habitual es emprender un apasionante proceso evolutivo donde primero hay que encontrar la idea y después desembocar en su expresión.
Así sucedió en El Cese. Acompáñame a un recorrido por algunas de las opciones que se valoraron.

Junto a estas líneas vemos la primera propuesta de portada con la que trabajó Editorial Kolima, basada en el deseo de plasmar una imagen simbólica que encierre en sí misma primero el concepto del título y, luego, todo lo que sucede en la novela.
Sobre un llamativo fondo rojo se abren dos puertas, que no se sabe muy bien si son de salida o son de entrada, dos puertas que marcan un hito en el camino, dos puertas con soluciones enfrentadas: de la primera sale un puente que discurre sobre el precipicio; bajo la segunda se extiende el abismo. Dos personajes se enfrentan a cada uno de esos caminos. El primero avanza firme; la segunda descubre que ha llegado al final del camino.
Tal vez el problema principal de esta portada es el de intentar englobar toda la esencia de la novela en una metáfora basada en imágenes conceptuales sin conexión alguna con los hechos que fundamentan la narración.
En este sentido, en mi modesta opinión, la portada resultaba tremendamente fría. El diseño parecía más propio de un manual de psicología. Todas las variaciones desarrolladas sobre esta idea adolecían de los mismos problemas.

En busca de conectar el alma del libro con el alma de la portada, se cambia la estrategia. En vez de intentar crear desde cero una imagen que sea capaz de aglutinar toda la esencia del libro, se apuesta por elegir de entre todos los episodios de la novela uno que tenga la suficiente potencia evocadora, una escena que transmita toda la esencia.
Hablaremos a continuación de ese momento elegido (con mucho cuidado de no desvelar nada del desenlace de la novela) pero miremos antes la propuesta de la izquierda, fruto de que, antes de que el diseñador se pusiera de lleno a trabajar en esa nueva idea, quiso salvar su idea inicial fusionándola con la nueva propuesta, en una opción en la que el cambio de plano hace que se pierda todo el significado de esa primera portada eminentemente conceptual, mientras que el barco, que ahora explicaremos su verdadera razón de ser, se antoja un añadido sin percibirse muy bien por qué está ahí.

Todo deriva de que ante el callejón sin salida al que se había llegado con la portada roja del puente y el precipicio, se busca un giro de 180º mediante la inspiración en una de las escenas más icónicas de la novela, cuando el protagonista se halla sentado frente a un gran ventanal observando en lontananza el puerto de su infancia.
La primera interpretación que hace el diseñador de esta escena es la portada que vemos junto a estas líneas, donde tal vez lo más logrado sea la penumbra y la soledad de la sala, así como el color y forma de las letras del título, capaces de transmitir la tensión e intriga que encierra la novela.
El problema, en cualquier caso, es que los elementos seleccionados están alejados de la escena original. Por ejemplo, el tipo de asiento elegido es una silla que en vez de evocar un cómodo despacho o un confortable salón, más bien recuerda a la celda de un presidio o incluso a la sala de interrogatorios de una comisaría de policía.
Falta, en verdad, cierta conexión con los elementos que transitan por la novela, si bien en el ámbito de la editorial existía en este instante el convencimiento de que se había encontrado una excelente piedra angular y era necesario explorar todas las opciones de la referida escena para alcanzar el objetivo de la portada.

Es justo en este momento cuando desde la editorial se decide, de forma inédita, explorar las herramientas de inteligencia artificial.
El resultado, junto a estas líneas, es sorprendente por la fidelidad de los objetos representados, por la calidez de los colores y esa atmósfera que recuerda tanto el ambiente de la Administración.
Existe el convencimiento de que se ha logrado una gran aproximación, incluso tan fiel a la escena elegida que es necesaria una última evolución hacia el equilibrio conceptual para incorporar nuevos matices de fondo y forma.


Y es que entra de nuevo en juego el diseñador, para trabajar sobre el elemento central, el sillón y, en primer lugar, acentuar toda la simbología que comporta que esté vacío; en segundo lugar, el sillón ve redefinidas sus formas, acentuándose la ambigüedad hasta casi estar más próximo al perfil de un gran sillón ministerial; en tercer lugar, entra la luz en la escena, y dibuja las sombras del sillón sobre el suelo en ese tenebrismo e incertidumbre que transita por la novela; por último, crece el ventanal revestido de cortinas, con el barco y el muelle haciendo de horizonte y la repisa donde se apoya uno de los elementos más simbólicos de todo el relato y que no ahora no es momento de desvelar.
Por cierto, como colofón, el tipo de letra del título de la novela finalmente varía al definitivo modelo "courier new", es decir, la letra de las máquinas de escribir antiguas y por tanto la más asimilable con la administración.
Con este último detalle vio la luz el diseño definitivo.

Fueron decenas las pruebas y variaciones manejadas por la editorial. El resultado, a mí me pareció desde el primer momento magnífico.

Pero tú, ¿qué opinas?
¿Te gusta la portada de El cese?
¿De todos los modelos aquí detallados, hay alguno que te gusta más? ¿Por qué?
Tras leer la novela, ¿crees que algún otro elemento/escena habría representado mejor el espíritu de la novela o habría sido más atractivo para captar el interés del lector?



martes, 16 de enero de 2024

Ese irrefrenable e impagable impulso



En medio de esta aventura apasionante que es "El cese", lo natural es ir recibiendo progresivamente las valoraciones, apreciaciones y críticas de todos aquellos que han decidido emprender este viaje conmigo y leer de principio a fin la novela.

Ahora bien, hay un fenómeno muy anterior, que se manifiesta como generalizado e irrefrenable y que me causa tanto desconcierto como admiración y gratitud, que es el de las decenas de lectores que desde el primer día, en el instante mismo de tener en su poder la novela o de ponerse a leerla, me remiten por propia iniciativa las fotografías de esos momentos.




"Ya la tengo"; "Ya ha llegado"; "Ya me he hecho con ella"; "Ya en mis manos"; "En cuanto tenga un momento, empiezo"; "Aquí me tienes, empezando"; "Atrapado desde la primera línea"; "Mi manta, tu libro y yo"... son sólo algunos de los numerosos mensajes que acompañan a estas fotografías, insisto, no para las redes sociales ni el postureo, sino para alimentar la línea directa con el autor y, sin quererlo ni saberlo, para incrementar la presión, pues, a partir de ese momento, uno a uno esos lectores van entrando en mi cabeza, uno a uno voy calculando sus tiempos medios de lectura y uno a uno voy aguardando y desesperando ante la inquietud de saber si les habrá gustado y si habrá colmado sus expectativas.


No son fotos a la ligera. Hay quien quiere que se le vea de los pies a la cabeza, hay quien muestra sus manos sujetando el libro para que solo se vea su portada, hay quien quiere que se le vea leyendo y quien quiere que se vea lo que está leyendo, hay quien monta todo un hermoso escenario repleto de significados y hay incluso quien inmortaliza el paquete que esconde el libro sin todavía haberlo abierto.

Hay quien se fotografía en la misma librería tras adquirirlo, quien toma la imagen en ese avión donde espera que las horas se pasen más rápidas, quien tiene de fondo los troncos que arden en una chimenea, quien muestra incluso las frases que ha subrayado o quien sitúa la novela en un escenario donde cada elemento tiene un significado.


Para mí, más allá del indudable gesto de afecto y de cariño, esas fotos sólo tienen una interpretación: la de la ilusión por abrir la primera página, por leer y seguir leyendo. Gracias por permitirme despertar esa ilusión y ojalá al llegar a la última páginas veáis colmadas vuestras expectativas.




lunes, 8 de enero de 2024

San José decapitado (Misterio en el Ministerio)


Un año más ve la luz mi tradicional relato de Navidad publicado en el Especial Navidad 2023 de Diario del Puerto, este año, con un claro guiño a mi nueva novela "El cese". Seguro que todos las que ya la habéis leído disfrutáis del relato aún más si cabe.
¡Feliz Navidad y Feliz 2024! 

San José decapitado
(Misterio en el Ministerio)

 I

A San José lo decapitaron no antes de las 00:30 y no más tarde de las 03:43. A las 00:30 ya no quedaba nadie en el Ministerio; la última en salir, como siempre, había sido la ministra. A las 03:43 fue cuando en plena ronda, Conrado Cobo, guarda de seguridad con placa número 2412, se había acercado al belén para apagar las luces, tal y como estaba indicado en el protocolo actualizado el lunes 15 de diciembre, momento en el que descubrió que el niño Dios se había quedado huérfano.

Al principio parecía más bien una espantada, un “cariño, me voy a por tabaco”, un salir por piernas ante la presión y el no poder soportar ni más miradas ni más prejuicios. Así se lo figuró con humor el guarda. La huella de la peana se hundía pesada y amarillenta entre el verdor del musgo que la circundaba. María permanecía impertérrita con los ojos puestos en el pesebre y Conrado Cobo se aproximó por ver si el pobre carpintero se había vencido hacia atrás. Fue en ese momento cuando en el afán por escrudiñar en el interior del portal, con todo el cuerpo volcado sobre el misterio, su pie derecho se introdujo con cierta brusquedad por bajo de la faldilla de raso que cubría el catafalco. Topó entonces la punta de su mocasín negro con un objeto de sonoridad pétrea que rodó estrepitoso sobre el marmóreo enlosado y emergió por el otro lado de la faldilla como cuando al guarda se le caían del pantalón las monedas del café, cada mañana al desnudarse para meterse en la cama.

Todavía giraba sobre sí mismo el objeto cuando Conrado Cobo llegó a su altura, primero intrigado y luego con cierta mueca de espanto, pues sus dedos índice y pulgar terminaron por sujetar la cabeza pulcramente guillotinada del eterno padre putativo.


II

“¿Y el cuerpo”?, fue lo primero que preguntó a la mañana siguiente Ginés Portales. “¿Dónde está el cuerpo?”, inquirió con dramatismo el bedel ante la playa de adjuntos que antecedía al despacho de la subsecretaria.

“El cuerpo ha desaparecido”, sentenciaron todos a coro y sin levantar el rostro de las pantallas.

Hundido, Ginés Portales salió al pasillo, justo cuando el ambiente comenzaba a ser irrespirable, justo cuando la atmósfera se retorcía densa y ponzoñosa, justo cuando el primer café de la jornada había tenido que ser servido a la desesperada en todas y cada una de las máquinas sin poder esperar a la sacrosanta hora del desayuno, tal fue el atómico estallido en cuanto en Servicios Generales leyeron el parte del guarda. A esa hora ya murmuraban hasta las goteras de las paredes, ya acusaban hasta los marcos de los cuadros, ya despellejaban hasta los pomos de las puertas, ya calumniaban hasta los chirridos falaces de las ventanas.

Se ahogaba Ginés Portales camino de su silla de escay porque en cada mesa, en cada despacho, en cada ascensor, en cada sala escuchaba sin oír y oía sin escuchar las carcajadas con las que todos en el Ministerio hablaban ya en ese momento del santo cercenado, siempre con el mismo corolario: “No quiero ni pensar lo que debe estar pensando ahora mismo Portales...” y volvían a estallar las carcajadas.


III

Portales. En su DNI Ginés Portales Domínguez (San Juan de Aznalfarache, 1962), pero en el Ministerio simplemente Portales y en ocasiones “el de los Portales”, tal era su esencial y genuina aportación a la Administración española. Soltero. 61 años, 39 de los cuales en el mismo Ministerio.

Todo había comenzado en los tiempos en que Velasco Verdaguer era ministro y se podía ser tradicional y sindicalista. Alguien de Comisiones propuso que como en cada planta y en cada departamento los trabajadores se afanaban en la decoración con motivo de las fiestas navideñas, era buena idea convocar un concurso anual de belenes, sin más galardón que un diploma simbólico y, eso sí, el indescriptible honor del reconocimiento público en aquella tediosa y diluida grisura funcionarial.

Se convocó el concurso durante 14 años seguidos. Se volcaron con pasión muy diversos estamentos ministeriales durante 14 años seguidos. Y aunque en muy distintas ubicaciones y perteneciendo a departamentos diversos, ganó el concurso el mismo funcionario durante 14 años seguidos. Sí, Portales, el ganador fue siempre Ginés Portales, cada año más sublimado, cada año más sofisticado, cada año más elaborado, cada año más envidiado, pero cada año Portales en estado puro.

Hubo tensión soterrada pero palpable la primera Navidad en la que cambió el signo político y nombraron ministro a Castillo del Puerto. No le hizo falta emitir directriz alguna. Los sindicatos, ya de otra pasta, aprovecharon para callar por siempre y no hubo ni más concurso, ni más diplomas, ni más belenes pues, sin el aliciente de mojar la oreja a los de las otras plantas y, sobre todo, de hacerle morder de una vez el polvo a Portales, lo de los nacimientos perdió su encanto y desaparecieron de los despachos.

Eso sí, por aquello de hacer la transición hacia la aconfesionalidad de una manera ordenada y evitar posibles filtraciones desagradables a la opinión pública, alguien tuvo la feliz idea en la Subsecretaría de mantener un nacimiento en el vestíbulo central y ubicarlo bajo la protección de la escultura del santo patrón, siempre vacunado contra ministros e ideologías. De igual forma, para desactivar internamente la posible reacción furibunda de los activistas navideños, fue designado responsable de dicho belén, cómo no, Ginés Portales.

“Felicidades”, le llegaron incluso a decir un par de compañeros en aquel diciembre de hace 23 años, lo que bastó a Portales para confirmar que aquel no sólo era un nombramiento más que merecido, sino además necesario y envidiado, como se demostraría mucho tiempo después cuando amaneció San José decapitado.



IV

Sobre todo porque el de este año no era un San José cualquiera, tras angustiosos meses de incertidumbre política y las duras presiones a las que se veía sometido el insigne hacedor de belenes.

Todo el mundo sabía en el Ministerio que Ginés Portales, desde su puesto de bedel en la cuarta planta, desde su bigote encanecido y su camisa blanca recién planchada, desde su periódico leído a partir de la última página y sus bandejas de sobres y documentos diligentemente vaciadas vivía por y para el belén, pero sobre todo vivía para hacer pervivir el belén.

Por eso hasta ahora había navegado con sagacidad entre los vientos favorables y los vientos en contra, entre gabinetes de izquierdas y gabinetes de derechas, siempre hábil en el manejo de las figuras, los ropajes y los adornos para evitar suspicacias y despertar halagos según fuera lo que tocara.

Trabajaba cada detalle con meses de antelación, con variables como el color político del ministro, su comunidad autónoma de origen o sus gustos confesados. Para empezar, tenía una versión de figuras más altas y ornamentadas para los gabinetes de derechas y otra más reducida y recatada para los de izquierdas y ya luego, según fuera, cómo fuera y quién fuera el ministro o la ministra colocaba o no el castillo con su Herodes, ponía más pastores o más pastoras o bien plantaba un boyero baturro, un pescador con sombrero cordobés o un recatado caganer. Hubo un año que alguien dijo que la entonces ministra Catalina María Ruiz de Alegría, aquella que más tarde sería todopoderosa vicepresidenta, era vegana y Portales se abstuvo de colocar una de sus figuras más renombradas: la vieja friendo huevos. Luego, ese año, en la copa de Navidad, vieron a la excelentísima hartándose de montaditos de solomillo con queso brie y Ginés terminó por ser el hazmerreír.

Lo mismo que esa mañana, sólo que esta vez había un afán superior: descubrir al dueño de la guillotina.


V

Y es que transcurridas un par de horas, tal y como estalla la peste, tal y como ruge la marabunta, se pasó de la risa al drama y el espíritu de Conan Doyle, de Agatha Cristhie, de Allan Poe, de Vázquez Montalban, de G.K.Chesterton, de Raymond Chandler, de George Simenon, de cada uno de ellos y de todos juntos infestó el Ministerio de impostados e impostores Poirots, señoritas Marple, Holmes, Carvalhos, padres Brown, Maigrets y Marlowes en una cacería donde sólo había una verdad: el punto de partida, es decir, la cabeza del santo, entregada a media mañana a Portales envuelta en un clínex mentolado por la asistente personal de la subsecretaria: “Lo siento”, masculló la joven sin saber muy bien qué decir.

Sostuvo Ginés Portales el paquete en la palma de su mano y de nuevo salió al pasillo con la pose de quien a la puerta de una iglesia recibe indignado una mísera limosna. Y así avanzó, lento y con sumo pesar mientras las decenas de puertas se iban abriendo a su paso y desde los despachos se abalanzaban los funcionarios entre ánimos y misericordias para confesarle sus teorías, todas ellas irrefutables.

“Ha sido Marcelino Errejón. Te la tiene jurada desde que le ganaste el concurso en el 92”.

“Ha sido Concha Gabarda. Te la tiene jurada desde que en el despacho rumorearon que el caganer de 2005 era clavadito a su marido”.

“Ha sido Piluca Petrell. Te la tiene jurada desde que intentó cambiar el belén de sitio para poder limpiar mejor la base del santo patrón y tu ese año lo plantaste un metro más largo y medio metro más alto”.

“Ha sido Genaro Iglesias. Te la tiene jurada desde que en 2012 hizo chanzas en la cafetería sobre la tremenda fealdad del niño Dios y su sospechoso parecido con el nuevo ministro y tú, que escuchabas a sus espaldas, gritaste para que lo oyeran todos los presentes que el único parecido era el de él con el trasero del camello del rey Gaspar”.

“Ha sido Noelia, la de la Planta Tercera. Te la tiene jurada pues no hay año que no se queje de que monopolizas el belén y de que lo montas sin contar con nadie, mientras exige su derecho a participar y decidir”.

“Ha sido Antón Humanes. Te la tiene jurada por ser él más rojo que La Pasionaria y tú más beato que el secretario personal del Papa”.

“Ha sido el secretario de Estado, Arturo del Río. Te la tiene jurada porque te niegas año tras año a poner no sé qué figura antiquísima perteneciente a un belén propiedad de Patrimonio Nacional que nadie sabe por qué está en sus manos y a la que le tiene especial devoción. ¿No era acaso un San José?”

“Ha sido Lali Morales, sí hombre, la peluquera de la ministra. Te la tiene jurada porque no dejas que le ponga a la virgen pelo natural”.

“Ha sido Conrado Cobo. Te la tiene jurada porque, porque... chico, porque todos te la tienen jurada y es el único que a esa hora estaba en el Ministerio”.

“Ha sido Eduardo, ha sido Guillermo, ha sido Asumpta, ha sido Mateo, ha sido Nicolás, ha sido Ágata, ha sido Almudena...”

“...has sido tú, por Dios, has sido tú, Portales”, es lo último que escucha nítido el bedel, ya casi a la altura de su mesa. “No hay más sospechoso que tú, que quieres ir de víctima para con el rollo de la intolerancia y la solidaridad garantizarte otros veinte años más de belén. ¿Sabes que ya han revisado las cámaras de seguridad y justo la que enfoca al portal está tapada por un espumillón que tú mismo colocaste anteayer? Qué casualidad, ¿verdad Portales? Imagina que hubiera sucedido algo mucho más grave y no podemos enterarnos por culpa de tus perifollos navideños...”

“Pero si el adorno era rojo”, acierta a responder el bedel, desnortado, compungido.

“Pero qué memeces dices, Portales”, le responde su interlocutor con desdén.


VI

Pero no. El color de ese adorno que tapaba la cámara no es ninguna memez. Es una de las claves para entender lo que ha pasado en las últimas horas, en los últimos días, en las últimas semanas, en estos últimos meses en los que Ginés Portales fue víctima de su método, de las encuestas y de la pura y dura aritmética electoral.

La noche en la que se anunció el adelanto, Portales no pudo dormir. La fecha fijada por el presidente era el domingo 14 de diciembre, un día antes de la tradicional colocación del belén ministerial: ¡un día antes!

¿Cómo acertar con las figuras, con los ropajes, con los personajes si se antojaba imposible predecir el vencedor en las elecciones? ¿Cómo contentar al clima que se respiraría al día siguiente tras lo que se presumía una noche de recuento muy larga?

Azules, verdes, naranjas, morados, rojos, amarillos, blancos, marrones, negros, plateados, dorados, todos los colores hervían en la cabeza de Portales y frente a la vieja Singer de su madre, en la que cosía año tras año turbantes, paños y mantos. Tres veces había ido al comercio de la Plaza de Pontejos, tres bolsas distintas había comprado de hilos, amontonados sobre la mesa auxiliar ante un Ginés que no terminaba de tener claro por dónde empezar.

Le rescató de su parálisis el orgullo y el coraje, encendido tras un comentario de Genaro Iglesias lanzado en un pasillo de la quinta planta y sin anestesia: “Portales, este año, tal y como vamos, veo que vas a tener que poner a San José desnudo”.

“Antes que eso, me jubilo”, se dijo, y decidió fiarlo todo a las encuestas. Sobre todo porque, conforme se acercaba la campaña, la coalición de Gobierno parecía enfilar el precipicio ante una oposición que ya nadie dudaba que a la postre iba a conseguir mayoría absoluta.

“¿Por qué no pones este año ropajes de muchos colores y así no te complicas tanto?”, le propuso bienintencionada su compañera más próxima, Elisa Pradales, en lo que fue, para el bedel, su último momento de duda.

“¿Y que parezca un arcoíris?”, replicó Portales ya convencido del todo y con el fastidio de tener que aguantar que “de algo tan trascendental pueda opinar cualquiera”.

Herido en su amor propio, tomó una decisión firme: desempolvó las figuras de mayor porte y, una vez que introdujo la primera bobina azul en la canilla de la Singer, ya no hubo freno. Había que apostar y Portales había decidido jugárselo todo al cambio. Que fuera lo que Dios y los votantes quisieran.

La noche del 14 al 15 de diciembre, mientras media España se comía las uñas frente al Telediario, Ginés Portales se afanaba concienzudo a los pies del santo patrón entre mulas, ovejas, gallinas, cerdos y una veintena de pastores festoneados en prusias y dorados, en contraste con los cobaltos y celestes de los humildes arrendatarios del pesebre. Sobre ellos, Portales se había permitido una única alegría: el ángel con el que ganó su primer concurso, en los tiempos de Velasco Verdaguer, brillaba en lo alto revestido con una banda turquesa en un guiño al espíritu de aquella época.

Eran las 22:55 cuando con el 98,5% de los votos escrutados se computó en el sistema informático la última urna del Colegio los Doce Linajes, sito en Soria capital. De golpe bailó un escaño. De golpe, la ajustada mayoría absoluta saltó por los aires. De golpe y por la mínima, la coalición en el Gobierno iba a poder seguir siendo coalición e iba a seguir en el Gobierno. Soria dictaba sentencia.

La ministra, que con su séquito había optado por vivir la previsible derrota en el Ministerio, tuvo que salir rauda con dirección a la sede el partido. No podía faltar en la foto de carcajadas estentóreas y aplausos desaforados al redivivo líder del partido.

Bajó la escalinata central dando saltitos rodeada de corifeos y se apareció tras el belén justo cuando Ginés, ajeno a todo, terminaba de aposentar los pies de San José.

“Nos vamos a celebrarlo”, le gritó con retintín Eduardo, director de Comunicación de la ministra, al frente de toda la corte.

Ginés Portales se quedó aliviado al no haberse detenido la ministra a observar su obra, hasta que la puerta principal se cerró de golpe y con los altos cargos perdiéndose en las sombras de la noche se repitió las palabras de Eduardo: “Nos-va-mos-a-ce-le-brar-lo”... y despertó en mitad de su peor pesadilla.

Lo encontró Conrado Cobo, recostado en el pedestal del santo patrón, con los ojos en blanco e hiperventilando. “Qué hago, qué hago...”, mascullaba fuera de sí. “¡Portales! ¡Portales!”, le gritaba el guarda a la par que le agarraba por los hombros y le zarandeaba.

“Dime que no es cierto, Conrado, dime que no es cierto” comenzó a inquirir Portales en plena recuperación del sentido. “¿El qué, por Dios, el qué?”, le respondía el guarda, hasta que comprendió lo que estaba pasando y acertó a darle la esperada explicación: “Lo siento, Ginés, lo siento, pero no va a haber cambio de color. Tenemos ministra para rato”.

Enmudecido y con los ojos acuosos quedó Portales de pie frente al belén. Fue posando la mirada, figura por figura, mientras le declaraba una a una la rendición. Ahora bien, en el último instante, refugiado en el pesebre, creyó tener un arranque de lucidez. Echó a correr, subió hasta su mesa y al instante regresó con una inmensa estrella tachonada de adornos bermellones y granates y conservada de un viejo árbol que antaño se colocaba en una de las entradas laterales. Arrancó Portales el lucero de perfiles índigos colocado apenas hacía una hora y plantó en lo alto del portal la estrella roja con una de sus puntas clavada entre las ramas que hacían de tejado. Con la misma resolución, sacó del bolsillo varios espumillones también colorados y ayudado por una escalera de mano los situó en las cuatro esquinas cenitales del hall. Para sostener uno de ellos se apoyó en la famosa cámara de seguridad, detalle en el que no reparó en ese instante un anodadado Conrado Cobo.

Nervioso, Portales aseguró una última vez la desproporcionada estrella y desesperado se convenció de que con ese detalle lograría el perdón de la ministra. Aún así, esa noche no durmió.

Al día siguiente el bedel creyó haber sofocado el incendio. Nadie hizo comentario alguno en el Ministerio sobre el belén, con toda la plantilla volcada en las conversaciones sobre el resultado electoral. Parecía que todo iba a quedar en una anécdota, hasta que esa noche alguien sacó la guadaña para dejar como huella la cabeza de San José.


VII

Del descubrimiento y la posterior agitación ministerial no hace falta dar más detalles. Lo único a destacar es que Portales ya muy avanzada la mañana, tomó la cabeza envuelta en el clínex mentolado y, hundido, pidió permiso para salir antes. Le fue concedido. Todos podían imaginar su estado de nervios.

Quiso huir el bedel por la puerta principal para echar un último vistazo al belén y, tal y como hiciera la noche electoral, recorrió con la mirada figura por figura, manto por manto, azul por azul, mientras se preguntaba dónde estaría el cuerpo y le martilleaba el mismo pensamiento: “Tenía que haber sido suficiente, la estrella roja tenía que haber sido suficiente, la estrella, tan grande, tan roja, debía ser suficiente, o no, o servir para resaltar aún más la marea azul, con una estrella discordante, una estrella estrambótica, una estrella maldita, una estrella roja, una estrella ...”, se repetía Ginés Portales, hasta que, con desesperación, reparó en que no sólo faltaba San José en el portal. Nadie hasta ese momento, ni siquiera Conrado Cobo, se había percatado de que también había desaparecido la estrella.


VIII

El martes 16 de diciembre Ginés Portales tuvo una reunión en la tercera planta, no antes de las 7:56 y no más tarde de las 08: 53. A las 07:56 había fichado el bedel en la máquina instalada en la puerta lateral de la calle Raimundo Fernández Villaverde, ante su firme intención de no volver a poner los ojos en el belén hasta que el 7 de enero hubiera que desmontarlo todo. A las 08:53 se vio a Portales con su viejo Samsung haciéndose autofotos junto al belén en ridículo escorzo.

Entremedias, hubo una llamada telefónica de Noelia, la bedel asignada de forma preferente a las puertas del despacho de la ministra. “Ven, por favor”, fueron sus únicas palabras.

Encogido y tembloroso inició Ginés Portales el descenso hasta la tercera planta por la gran escalinata. La puerta del ala ministerial se abrió sola y recorrió el bedel el largo pasillo paso a paso hasta el fondo, asaeteado por las miradas acusatorias de los 53 exministros que posaban a ambos lados en la ilustre galería de cuadros. “Estás acabado, querido”, llegó a escuchar con nitidez Ginés Portales justo a la altura del retrato de Indalecio Prieto.

“Pasa, por favor”, le dijo Noelia nada más verle, con una bandeja en la mano izquierda y sobre ella una lata de Cola toda ella escarchada. “Es para ella”, aclaró rauda la bedel.

Era la antesala del despacho un cubículo oscuro forrado de telas verdes. Al fondo, brillaba la empuñadura dorada de un sable, en el borde recortado de un retrato de Alfonso XIII.

Todas las cortinas permanecían descorridas para dejar pasar la luz de un Madrid plomizo de lluvia intermitente. Avanzaron juntos.

—Este es Ginés Portales, ministra -dijo Noelia no sin antes recomponerse las mangas de su camisa blanca abullonada.

—Pues un placer, Ginés, un placer. Siéntese por favor y, lo primero de todo, quiero que acepte mis disculpas.

—Usted no tiene la culpa de lo que han votado los españoles -respondió impulsivo Portales, mientras buscaba el mejor ángulo para que los libros que estaban sobre la mesa no le taparan el rostro de la nimia ministra, a quien le costó entender el sentido de las palabras del bedel.

—Ay, no, por favor, Ginés, no me refería a eso. Quítese esa concepción de una vez de la cabeza. Mis disculpas son por todo lo que ha pasado estos días con el belén.

—Pues de eso estamos hablando, ¿no? -apostilló Portales cada vez más descolocado.

—Sí, por supuesto, pero pensé que nada más entrar en el despacho se había fijado en lo que está sobre mi mesa.

Estiró el brazo izquierdo la ministra y con el dedo índice señaló al rincón más alejado del escritorio. Allí, desafiante, se erguía...

—...San José -farfulló Portales desconcertado.

—San José...decapitado -añadió azorada la ministra.

—¿Cómo es posible, Dios mío, cómo es posible?

—Insisto, querido Portales, insisto: mil perdones, de verdad.

—Pero, ¿perdón por qué? -preguntó el bedel, que no fue capaz de verlas venir.

—Porque yo le corté la cabeza a San José: fui yo -reveló su excelentísima.

—¿Cómo?

—Pues, para qué le voy a engañar. Yo le corté la cabeza, pero la culpa es suya por plantar sobre el portal semejante estrella. Horrenda, Portales, la estrella era horrenda. Mira que llego yo de la fiesta en la sede del partido, eufórica y me encuentro con el belén recién plantado, precioso, tan elegante, las figuras tan esbeltas, todo tan brillante... Qué bonito, por favor, qué bonito, pensé. Y de pronto me veo este adefesio en lo más alto -enfatizó la ministra alargando su mano y extrayendo la famosa estrella de entre un fajo de periódicos-. Hacía tanto daño a la vista que me puse de puntillas e intenté quitarla con tan mala suerte que medio me caí sobre el belén y el San José terminó por el suelo y la cabeza, qué vergüenza, de la cabeza no pude dar cuenta.

—La cabeza está aquí, ministra -dijo Portales mientras depositaba sobre la mesa el clínex mentolado.

—¡Qué bien! ¿Estamos a tiempo de usar algún tipo de pegamento y volver a colocarla?

—Supongo...

—¿Y de colocar otra estrella acorde con la belleza del resto del nacimiento? Porque esa no era la estrella que usted había pensado en un principio, ¿verdad?

—En absoluto -se sinceró Portales-. Y sí, puedo colocar la otra estrella -prosiguió emocionado.

—Pues todo arreglado entonces... aunque déjeme que le diga una cosa muy importante. Como quiera que estoy al tanto de sus habituales guiños partidistas y es ahora cuando descubro el maravilloso belén que nos estábamos perdiendo año tras año por culpa de que somos de determinado, digamos, color, le voy a pedir un favor: dedíquese como se dedica a cultivar en el Ministerio una tradición tan bonita y, por favor, deje que sean los políticos los que administremos las ideologías. Para complicar las cosas, nos bastamos y nos sobramos solos.

—Claro que sí ministra -afirmó Portales.

—Fantástico. ¿Tiene pegamento?

—Muchísimo.

—Pues quiero ver a San José en su lugar cuanto antes. Y, por favor, tire ahora mismo la estrella roja a la basura. ¿Estamos?

—Estamos.

Portales, consagrado como eterno belenista del Ministerio, salió del despacho henchido como un pavo.


IX

Fue Eduardo, el director de Comunicación quien vio a Ginés Portales haciéndose fotos a las 08:53. A San José apenas se le distinguía ya la cicatriz. En cuanto a la estrella de azules infinitos, era francamente hermosa.

“Esta ministra está en todo -pensó Eduardo-. Se va a apuntar un gran tanto cuando esta tarde entre por la puerta del ministerio su homólogo italiano, vaticanista y belenista declarado. Está claro que todo guiño es poco para seguir negociando los fondos europeos...”

FIN

sábado, 18 de noviembre de 2023

Una oración por los políticos que a estas horas viven pendientes del teléfono

 


A estas alturas del fin de semana, ofrezcamos una oración por los que ahora mismo viven sin vivir en ellos pendientes del teléfono, un buen puñado de españoles que han visto prolongada su agonía más de lo esperado, toda vez que el investido presidente, Pedro Sánchez, ha decidido tomarse el fin de semana para seguir meditando la composición de su gobierno y no anunciarlo, como en un primer momento estaba previsto, para este mismo sábado.

Todo parece indicar que no habrá anuncio hasta el lunes, anuncio que a los directamente implicados no se les suele comunicar hasta muy pocas horas antes para evitar cualquier tipo de filtración y siempre tener hasta el último minuto todas las posibilidades abiertas.

De esta forma, son muchos los que en estos momentos viven literalmente colgados del teléfono, angustiados a la espera de una llamada.

Por un lado, antes que nadie están los ministros en funciones, que aguardan a esta hora con inquietud la llamada del presidente, en la cual les tendrá que comunicar si siguen en su cargo o si finalmente son cesados porque ya no gozan de su confianza de cara a la próxima legislatura.


Por otro lado están los que aspiran a ser nombrados y ocupar las vacantes, tampoco muy definidas pues no se sabe finalmente de cuántos ministerios constará el nuevo gabinete.

Entre los que se creen o se saben con alguna posibilidad de formar parte del nuevo gobierno están los que han recibido algún guiño por parte del entorno del presidente y de la coalición; están los que se consideran merecedores de tal responsabilidad y su compromiso con el partido les otorga opciones; están por supuesto los que han aparecido en las quinielas de los medios de comunicación aunque a lo mejor ni siquiera han pasado ni por un instante por la cabeza del presidente para asumir el cargo, e incluso hay algún outsider que recibirá una llamada inesperada fruto de las ocurrencias de todo líder político, pues todos las tienen.

Todos aguardan durante estas horas impacientes a que suene el teléfono tras cumplir con la consigna clara del entorno de no quedar en ningún momento fuera de cobertura.

Algunos esperan la llamada con anhelo, otros con inquietud y otros con horror porque no todo el mundo tiene por qué querer el cargo y tampoco todo el mundo tiene el valor para contestarle al presidente lo que realmente le gustaría.

Brillan en este momento con luz propia la ambición, brilla el orgullo, brilla la debilidad ante el halago por la elección, brilla lo que se considera cumplimiento del deber, brilla el pago y el cobro de las deudas pasadas y la renta de las deudas futuras y brillan el río y la vorágine y el dejarse llevar, que también lo hay.

Pero ser o no ser ministro no es la única cuestión que se dirime en estos momentos. Detrás de cada ministro vendrá un inmenso número de cargos y de asesores dependientes de cada ministerio y todos ellos de la confianza de quien va encabezar la cartera, que se verá en la tesitura de cambiar a mucha gente simplemente por el hecho de cambiar, puesto que en esta ocasión ni siquiera ha habido cambio de partido en el gobierno. Toda esa segunda línea de futuros posibles nuevos cargos también anda inmersa este fin de semana en clara tensión y preocupación.

Con todo, antes de pensar en los que están por venir pensemos por un instante en todos esos ya mencionados ministros en funciones sobre los que el presidente finalmente decidirá su cese. Pensemos en su contrariedad en unos casos, en su sensación de profunda injusticia en otros por entender que merecen con todas las de la ley seguir en el puesto. Pensemos en la frustración por considerar que han dado la cara por el gobierno y por este presidente y no se les paga de la manera debida. E incluso también pensemos en aquellos que van a recibir la llamada del cese con alivio porque están deseando que pase de ellos definitivamente este cáliz, que a veces se vuelve demasiado amargo.

Por eso mismo pensemos, insisto, no solo en los que estarán exultantes porque el presidente les ha seleccionado, sino, por ejemplo, también en todos aquellos que estaban convencidos de que esta vez era su momento y de que por fin iban a tocar pelo en el gobierno y que, al final, la semana que viene seguirán en un segundo plano o en un puesto con menor prestigio. El presidente no se ha acordado de ellos y, si se ha acordado, tengan claro que jamás lo sabrán con seguridad porque eso queda dentro de la cabeza del que está al frente del país.

Todas estas emociones, todos estos sentimientos, todas estas frustraciones están pugnando de manera más que intensa en la cabeza y los corazones de numerosos responsables públicos a lo largo de las horas de este inacabable fin de semana.

Emociones sentimientos y frustraciones que son la pura esencia de El Cese, novela que ve la luz en un momento inmejorable para poner el foco en esta parte de la política, no demasiado bien conocida y donde se pone en juego de qué están hechas todas y cada una de estas personas, que, de una u otra forma es lo que son los políticos, personas.



martes, 7 de noviembre de 2023

Dónde arranca El cese: La Malcriada y los parecidos razonables



Hará como unos siete años, en la semana previa a la Navidad, caminaba por la calle Ponzano, en las proximidades de las oficinas en Madrid de Grupo Diario, cuando a mis espaldas escuché que alguien gritaba mi nombre.

-¡Miguel! ¡Miguel!

Me giré y vi cómo en la esquina contraria permanecía abierta la puerta de un bar y de ella salía a la carrera una mujer que, apresurándose hacia mí, seguía gritando mi nombre con una inmensa y afable sonrisa en el rostro.

-¡Miguel! ¡Miguel!

Fruto de mi incipiente miopía y, sobre todo, fruto del desconcierto, no terminaba de atinar con quién era aquella mujer, si realmente se dirigía a mí y, en tal caso, quién podía ser para saludarme con tan incontenible entusiasmo.

-Miguééél -terminó de gritar con cierta incredulidad y énfasis en las “es”, al percatarse de que servidor seguía en la inopia. Ahora bien, fue al pronunciar la segunda “e” que recuperó su faz habitual y desperté de golpe para reconocerla de inmediato.

-¡Qué tal! -acerté a responder sin saber muy bien si darle dos besos, la mano, un abrazo o exactamente qué.

-Pues estupendamente y qué alegría y qué bueno verte -me respondió la directora de Comunicación del Ministerio, la misma que durante años venía tratándome sin excepción con manifiesta displicencia, es decir, con indiferente desagrado o con desagradable indiferencia, acto tras acto, rueda de prensa tras rueda de prensa.

-Pues sí, qué alegría -balbucí sin ser capaz de salir del ojiplatismo y a la espera de que resplandecieran las razones de tan incontrolable impulso.

-Es que estamos ahí dentro con el ministro, de copichuela de Navidad, y al verte pasar por el cristal me he acordado de todo lo que tenemos pendiente y que a ver si le damos salida, porque ya sabes que os tenemos muy pero que muy en cuenta -me contestó con inusitada afabilidad, mientras yo recordaba las miles de peticiones de entrevistas, preguntas y propuestas de Diario del Puerto que debía tener amontonadas desde hacía años al fondo de su papelera.

-Genial, genial -seguí tartamudeando, convencido de lo que posteriormente sucedería:ni me volvió a llamar, ni cogió mis insistentes llamadas.

Con todo, lo más importante de aquella anécdota es que mientras ella regresaba, yo caminé por instinto un pequeño tramo a sus espaldas, en un impulso incontrolable, con la vista puesta en las cristaleras del bar y en la puerta que se abría y cerraba, con la esperanza de atisbar al ministro en pleno “momento Navidad”, como un mortal más celebrando las Fiestas entre vinos y tapas con sus colegas del trabajo. 

Al final frené, sabedor de lo absurdo de colarme en el bar y me limité a alzar la vista para dejar grabado en mi memoria el nombre del local: La Malcriada. Años después, cuando empecé a escribir “El cese”, no pude evitar situar la primera escena del relato en ese bar, como si hubiera sido un portal interestelar de conexión entre el extraplanetario mundo de la política y el terrenal mundo real, como un habitáculo secreto que escondiera la obvia cotidianidad de quienes antes de ser políticos son siempre personas.

Cuando en su brillante presentación de mi novela el 26 de octubre el exsecretario de Estado Julio Gómez-Pomar quiso tirarme de la lengua refiriéndose a los parecidos razonables de la novela con la realidad, reparé en que prácticamente el único nombre real que hay en todo el relato es precisamente el del gastrobar La Malcriada, paradigma de la búsqueda por desnudar a los personajes hasta mostrarlos en su esencia emocional más íntima, construidos a partir de tantas personas conocidas y a partir de tantas y tan diversas peripecias vividas, hasta dibujar un universo donde sí, nada es real, pero todo ha sucedido. Os animo a descubrirlo.

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viernes, 27 de octubre de 2023

...Y ALLÁ VA!!!



Ayer, todos a una, soltamos el hilo de "El cese"... y echó a volar.

Gracias infinitas a todos los que vivimos juntos ese mágico momento y a todos los que sé de corazón que hubierais querido estar pero imprevistos de última hora lo hicieron imposible. Brindo con todos vosotros por el éxito de esta novela pero, por encima de ello, brindo por todos vosotros, eternamente agradecido por vuestro cariño y vuestra confianza.

Gracias a Marta Prieto por su inolvidable #VamosAdelante!; gracias a Sandra Lorente por su excelente introducción y el cariño de sus palabras; gracias a Julio Gómez-Pomar por su BRILLANTE e INMEJORABLE presentación; gracias a Javier Vasserot por ponerme en la senda de seguir cumpliendo un sueño; gracias a Eva Miquel Subías por su apoyo incondicional; gracias a Paco Prado Contreras y a Fernando Vitoria Briz porque con Grupo Diario empezó todo; gracias a Loles Antolí, tan importante para que yo no cejara en el empeño; gracias, siempre, a Nuria Blázquez Ramos por estar siempre a mi lado.


Y, por supuesto, como les dije a mis hijos ayer en la presentación, gracias a todos los que estuvisteis allí y los que estáis por aquí, pues la edición de este libro no es la meta, el libro en sí mismo no es el éxito, no es el logro; el libro es sólo un instrumento, una herramienta, una oportunidad para tener el inmenso regalo de reunirnos tanta gente maravillosa en esta comunión de afectos y de emociones.
GRACIASSSS y, ya que hemos echado "El cese" a volar, hagamos que vuele alto, no?
Leedlo muchoooooo...

¡¡¡Y COMENTAD Y OPINAD MUCHO!!!





miércoles, 18 de octubre de 2023

YA ESTÁN AQUÍ...


Tuve el placer hace unas semanas de compartir mesa y mantel con un conocido y reconocido editor. Alimentaba la conversación la creación literaria, hasta que todo derivó en confesar cuántos libros había publicado cada uno de los presentes.

Preparado por si me llegaba el turno, me sentía en cierto modo tranquilo: "uno y... casi dos" no me parecía tan mala respuesta, hasta que alguien se saltó el orden de intervención en la ronda y preguntó directamente al citado editor con inocencia y sin, eso sí, dar nada por supuesto.

-Y tú, Carlos (nombre ficticio), ¿has escrito y publicado algún libro?

-Sí, sí, yo sí -contestó con tono de contención-. Serán unos... veinte o veinticinco -afirmó con respetuoso pudor.

Se lo confieso, en ese mismo momento la ronda se acabó. No hubo ganas entre los presentes para más recuentos.

Esta mañana, cuando he abierto el paquete con los primeros ejemplares de "El cese", recién salidos del horno de Kolima Books, he recordado a este editor tan afortunado que ya perdió la cuenta del número exacto de libros que publicó y he pensado en lo que se debe sentir cuando abres la caja con tu libro 23 ó 24 ó veintinosabescuánto.

Es posible que para entonces se haya perdido mucha de la magia de las primeras veces, haya desaparecido esta mezcla de emoción y vértigo que siento hoy, esta ansia de palpar y oler, este goce para los ojos y el alma de ver tu obra aparecida y corpórea con portada y solapas, magia que me apresuro a intentar retener, a conservar para preservarla del olvido, no sea, quién sabe, que un día tenga la dicha de llegar a veintitantos y sea necesario no haber perdido ni la esencia ni la perspectiva.

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martes, 10 de octubre de 2023

3, 2, 1... EL CESE

 


Bienvenidos a una nueva aventura literaria, bienvenidos a "El Cese", una historia enterrada entre muchas memorias, una novela inesperada, un relato extraído de la misma forma que los magos tiran con suavidad de su hatillo de pañuelos para ir poco a poco tomando velocidad hasta alcanzar un estallido interminable de colores y vuelos.

Para desconcierto de quienes tal vez esperabais una segunda parte de "Tiempo de tránsito" en clave de novela negra; de quienes intuías que al final acabaría abriéndose paso mi faceta más sentimental y emotiva enmarcada entre tapas y solapas; e, incluso, de quienes pensábamos que era el momento de viajar a la logística del pasado y recuperar raíces y pasiones; finalmente os confieso que entre folios, párrafos y frases se coló a hurtadillas esta aventura que se creía libre de poder ser narrada en apenas dos mil palabras pero que, de inmediato, se tiñó de matices, contrastes, anhelos, desvelos y revelaciones para quedar atrapada en una atmósfera encadenada de vidas y personajes con tanto que confesar o, como mínimo, mostrar.

¿Por qué "El cese"? ¿Por qué ahora?

La verdad es que uno no escribe lo que quiere, uno escribe lo que siente y cuando lo siente, y luego ya, con ello bajo el brazo, es la confluencia de las reglas del juego literario la que obra el milagro.

Ese milagro es aquí y ahora. Es el momento. Disfrutémoslo juntos. Allá vamos.

https://www.editorialkolima.com/producto/el-cese/

jueves, 23 de diciembre de 2021

Navidad 2021

“…por España y Porrrrtugal…”

Por Miguel Juan Jiménez Rollán



-¿Quieres empezar tú, Anastasio?

-¿Yo?

-Venga, anímate.

-De acuerdo… Pues empiezo yo, si no hay más remedio. Era… era un loro monárquico, eso decía mi padre. Estaba arrugado y despeluchado. Era gris, con una pluma roja en el culo y un pico afilado que se restregaba en un trozo de piedra pómez, de esas con las que antes nos frotábamos las durezas de los pies. Era muy chuleta. Siempre con la cabeza alta y la lengua para afuera. Mi abuelo lo sacaba al porche cuando llegábamos al pueblo, siempre al caer la tarde, tras media hora de caminata. Es que nos dejaba el coche de línea abajo del todo de las casas y nos tocaba subir con las maletas por un camino lleno de piedras con el petate a cuestas. Pero a mí no me importaba. Yo sólo pensaba en el loro. Ya cuando se veía el tejado de la casa por entre las lomas yo gritaba: “Lorito, lorito” y él contestaba como un loco: “Que vienen, que vienen, que vienen, que vienen…”

Lo trajo mi abuelo de Guinea, que anduvo por allí antes de la Guerra. Mi abuelo era muy grande, con los ojos llorosos y un sombrero de ala ancha que sólo se quitaba para meterse en la cama. Sólo le veía en esas fechas. Nunca salía del pueblo y nosotros sólo íbamos allí en Navidad. No viajábamos más, porque en verano las vacaciones consistían en tirarnos piedras en los descampados de la capital. Pero en Navidad nos íbamos al pueblo, todos metidos junto a la chimenea, con aquel loro que mi abuelo se ponía en el hombro, mientras muy despacio se acercaba por mi espalda. Yo le veía reflejado en un espejo viejo, desportillado, borroso y sin marco, y me quedaba quieto, muy quieto, hasta que me gritaba en el oído: “¡Lorito real!” Y el loro pegaba un salto y mientras caía sobre mi hombro berreaba: “¡Por España y Porrrrrrrrrrrrtugal!”.

Yo echaba a correr alrededor de la mesa y el loro se ponía a revolotear. Paraba, y el loro volvía a mi hombro. Y otra vez corría y el loro echaba a volar.

“Que vienen, que vienen”, gritaba mi abuelo cada mañana de Reyes. “Que vienen, que vienen”, gritaba el loro mientras nos espabilábamos. Con los ojos pitañosos, agarraba a mi hermano y a la carrera aparecíamos en el salón y el loro se bajaba a mi hombro mientras levantábamos el trapillo bajo el que los Reyes nos habían dejado una naranja, tres castañas y un alfajor. Sólo en ese momento el loro se dejaba dar de comer en la mano. Eso decía siempre mi abuelo, admirado. Mordía yo mi alfajor y el loro bajaba de mi hombro y caminaba por el suelo hasta mis dedos, donde devoraba la otra mitad del dulce, conforme y sin pedir más. Saltaba de nuevo a mi hombro y repetía de un tirón: “¡Lorito rrreal! Por España y Porrrrrrrrrtugal”.

Murió mi abuelo a finales de los 50. Su entierro fue mi último viaje al pueblo, semanas antes de Navidad. Ese año me quedé sin naranjas y sin alfajores. Nos llevamos el loro a la capital. Su jaula no cabía por la puerta del piso y hubo que hacerle una más pequeña. Mi madre no me dejaba sacarlo, por si se escapaba. Tampoco me dejaba que le hablara. “¡Lorito real!”, le grité después de cenar nada más llegar del pueblo. “¡Por España y Porrrrrrrrrrrrtugal!”, berreó en el silencio de la noche. Mi madre se quedó horrorizada.

Lo de lorito real eran unas coplillas infantiles que luego con los años me enteré que las escribió un poeta venezolano. Creo que no eran exactamente así, pero vete tú a saber cómo se las enseñaría mi abuelo durante los años que lo tenía a todas horas en su vieja tienda de ultramarinos. El caso es que por el tiempo que se murió mi abuelo, Don Juan, el abuelo del actual rey, ya andaba por Estoril a tortas con el Régimen. Imagina cómo era la cosa. Una mañana, sin provocación, el loro repitió la copla tres veces seguidas con todas las ventanas abiertas y mi padre por miedo a los vecinos dijo sólo dos palabras: “Se acabó”. Sacaron del armario un muletón de felpa y lo echaron por encima de la jaula. Sólo estaba permitido destapar al loro para echarle de comer y ponerle agua. Amaneció bocarriba en un rincón al día siguiente de Reyes. “Se ha dormido, tranquilo, se ha dormido. Sólo es eso, Anastasio”, me decía mi padre, mientras yo hipaba y me acordaba de mi abuelo y su alfajor.


-¿Pero sería ya muy mayor, no, Anastasio? –interrumpe la cuidadora social.

-Lo menos 50 años tendría, pero es que era un loro monárquico… Eso dijo mi padre…

-Se moriría de pena –apostilla una anciana de canas amarillas mientras se recompone una blusa esmeralda.

-Pudo ser eso Emilia, pudo ser. ¿Quieres ser tú la próxima en contar su historia? –le invita la cuidadora.

-¿Yo? No, no, qué vergüenza.

-Venga, anímate Emilia, piensa. Es fácil. Hemos dicho que se trata de una cosa que nos recuerde a la Navidad.


-Vale, hija, me da mucha vergüenza, pero bueno. Hay una cosa… Era un musgo de un verde, tan, tan intenso... Ojalá lo pudierais ver ahora. No estaba en cualquier parte. Había que caminar mucho, muchísimo. Pero mi padre siempre lo encontraba. Siempre. Es que mi padre era ferroviario. Alto, muy alto, muy guapo, con un bigote precioso, con mucho pelo, muy negro, y una chaquetilla azul con ribetes que siempre se ponía por las mañanas al salir de casa. Una vez me dejó su bandera. Tengo una foto en una estación, con un vagón detrás. Me tiene cogida en brazos y yo estoy con la bandera. Mi padre siempre estaba en la estación, menos cuando todas las navidades íbamos a recoger el musgo. Me despertaba muy pronto un domingo. Yo tenía frío, pero no me importaba. Iba con mi padre. Cogíamos el tren. Bajábamos en una estación muy chiquitita. No recuerdo su nombre, sólo que tenía un banco de madera donde mi padre me sentaba para abrocharme el chaquetón. Él llevaba una garrota muy larga y yo un palo que se doblaba cuando me apoyaba. Pronto dejábamos atrás las casas, nos salíamos del sendero y caminábamos entre la hierba y las ramas con hojas secas de mil colores. Ninguna hoja seca tiene el mismo color que otra, como ningún tapete de musgo tiene el mismo color que otro. El que buscaba con mi padre estaba como entre dos paredes de rocas. Brillaba las veces que hacía sol. Brillaba las veces que llovía. Brillaba sobre las piedras. Brillaba en mi mano, cuando lo cortábamos. Mi padre llevaba una navaja con el mango de alpaca. Muy larga. Para mí sacaba de su bolsillo una navajita con la que yo cortaba el musgo a poquitos. Nunca lo limpiábamos. Nos lo llevábamos con las hojas de roble y pino y con los líquenes húmedos entrelazados. Mi padre sacaba una bolsa de tela y amontonaba el musgo dentro de ella como una tarta de cien pisos. Luego se la echaba a la espalda por el camino, pero al subir al vagón de regreso siempre la colocaba entre mis piernas. Y yo la abría y metía la cabeza y respiraba profundamente aquel olor. Qué olor.

Pasábamos un día entero colocándolo en el belén. Mi padre montaba un enorme belén, pero las figuras las ponía yo. Siempre se caían. Nunca se sostenían por lo mullido del musgo, pero mi padre nunca me ayudaba. Mi padre siempre me dejaba. Yo tenía que mantenerlas en pie. Nunca me decía nada cuando cogía las tijeras para hacer un rodal y hacerles hueco. Nunca me decía nada cuando al cabo de los días el musgo se desperezaba y recrecía y las figuras se volvían a caer… y a empezar otra vez. Nunca me decía nada cuando me sorprendía con la mano dentro de un vaso de agua para espolvorear gotas para que no dejara de oler. Esa humedad del belén. Era… No sé… Una sensación de libertad… Cuando mi madre ventilaba la casa, que daba a un patio interior de ventanucos pequeñísimos, ya no entraba de la calle el olor de las ollas de las cocinas, no. En Navidad el aire de la calle empujaba a mi cama el olor del musgo del belén, ese olor... Venían todas las vecinas a ver el belén, le echaban monedas de céntimo al niño Jesús y siempre tocaban el musgo, tan suave, tan mullido… “¡Qué suave!”, decían, hasta que mi padre, en fin, tuvo lo de su pierna, que no viene ahora al caso contarlo. Ya era yo mayorcita y ya no fuimos a por más musgo y mira que me da coraje no saber cómo se llamaba la estación y dónde estaban las piedras aquellas. Me habría gustado volver porque, de verdad, era tan verde, tan verde… Ojalá supiera cuál era la estación.


-Mi padre me llevaba de excursión en tren a El Espinar. A lo mejor era allí –se aventura una mujerona con gafas de gruesos cristales y que mantiene el equilibrio en una silla rodeada de cojines.

-No, no creo. ¿Su padre también era ferroviario? –pregunta Emilia.

-No, mi padre era militar: Francisco Mazas Iturbe se llamaba. Por eso yo me llamo Francisca Mazas Sanchís, aunque todos me llaman Paquita.


-¿Y cuál es su recuerdo, Paquita? –aprovecha para preguntar la asistente social.

-¿El mío? Me pongo triste de recordarlo.

-¿Por qué, mujer?

-Porque han pasado muchos años y echo de menos cuando mi Jose era pequeño.

-Pero si te quiere más que a nada, que me saluda todos los días que viene a verte.

-No me quejo, no, pero cuando son tan chicos todo es tan… No sé cómo decirlo. Todo es una ilusión, es… como si todo se pudiera conseguir y luego… pues todo se complica, pero no me quejo. Tengo un hijo maravilloso y unos nietos estupendos, pero echo de menos las navidades de cuando era pequeño.

-¿El qué exactamente?

-Es una tontuna muy grande, pero me acuerdo de un piloto rojo de los primeros que se colocaban en el enchufe. Lo trajo mi marido de Alemania. Él estuvo allí trabajando un tiempo. Yo le escribía que el chico tenía miedo, que pasaba fatal las noches, que terminaba siempre en mi cama. Por eso cuando volvió trajo el piloto. Era de la marca Schneider. El mismo día que lo probamos se me fue al suelo y se le rompió una esquina del metacrilato, pero no se estropeó. Fue mano de santo. Dejó de tener miedo, hasta el punto de que, al año de estar durmiendo en su cuarto con el piloto, dijimos que no estábamos para derrochar en la factura de la luz y aceptó apagarlo. Eso sí, esa Navidad se puso tan nervioso, tan agobiado por si llegaban o no llegaban los Reyes Magos, que decidimos poner el piloto en el pasillo. No sé qué le echaron ese año en los zapatos, pero se quedó tan contento que se convenció de que todo era gracias a que los Reyes habían encontrado la casa por el piloto. Desde entonces todas las noches de Reyes sacaba del escondite el piloto y lo enchufaba en el pasillo. Y yo veía la luz mortecina que se colaba por la puerta, mientras peleaba por no dormirme, nerviosa, muertecita de frío, esperando para sacar los regalos, y sólo pensaba en su cuerpecillo tembloroso e ilusionado, en sus ojillos que no se cerraban, y rezaba para que se durmiera pronto y no me descubriera bañada por aquella lucecita roja y, sobre todo, para que nunca perdiera la ilusión. Al final, descubrió el pastel un verano. Se lo contaría cualquier chico del barrio. Llegó a casa dando portazos. Rebuscó en el cajón de la cómoda, agarró el piloto y lo tiró por la ventana. Se reventó contra las baldosas de la acera.

-Ay qué pena, Paquita –se compadece Emilia.

-Pues sí. ¿Y te puedes creer que hay noches aquí en la residencia que cuando se me queda la puerta de la habitación entre abierta, de pronto me despierto de madrugada y me entra del pasillo el color anaranjado de la luz de emergencia y me da un escalofrío como si mi Jose estuviera en la habitación de al lado esperando que me levante para llenarle los zapatos? ¿Te lo puedes creer?

-Y tanto –masculla un enjuto anciano en chándal, cuyas mangas demasiado largas no ocultan el temblor del párkinson.

-¿Has dicho algo, Humberto? –le pregunta la asistente.

-¿Ya me toca? ¿Ya puedo hablar? –responde el anciano, como si nadie le hubiera escuchado.

-Claro, Humberto, claro.

-¿Pero lo que contamos tiene que ser algo de muy antiguo o tiene que ser algo de ahora?

-Tiene que ser de cuando quieras.

-Pues de ahora.

-Pues adelante.


-Pues muchas gracias. Yo me llamo Humberto, que yo creo que todos me conocéis, pero por si se da el caso de que haya alguien nuevo, me presento. Soy de Almiruete, provincia de Guadalajara. Soy viudo desde hace seis años. Tengo dos hijos y tengo…

-Al grano, Humberto –le grita Anastasio.

-No me interrumpas que ya va. Digo que tengo dos hijos y un nieto y para mí la Navidad es muchas cosas, pero ahora para mí la Navidad es un avión de alas azules y cola blanca. Si no mide de punta a punta de cada ala lo mismito que mi nieto, no mide nada. Es de goma o de espuma o algo parecido. El chico apenas tiene fuerza para levantarlo por encima de su cabeza y su padre le grita: ”¡Cuidado, Izan, cuidado!”. Figúrate, “Izan” que me le pusieron. “Izan”, por Dios, que eso es lo que hacíamos con la bandera todas las mañanas en el Cuartel de El Goloso cuando estaba en el servicio militar: “Izan”, la madre que les parió, que fue mi señora… Pero lo que os digo, que el padre le grita “¡Cuidado!” y a mí me llevan los demonios: “¿Quieres dejar en paz al chico?”, le respondo desde el banco de madera donde me aparcan. Y el chico me mira y pasa de su padre y echa a correr y lanza el avión que planea y se estampa contra el suelo. Y sale corriendo el chico y vuelta a agarrar el avión y vuelta a lanzarlo y vuelta a planear y vuelta a estrellarse y me mira cada vez que vuela y se ríe cada vez que se estrella y venga a correr y me avisa: “Mira abuelo, mira abuelo” Y yo le miro una hora tras otra, sin descanso, y pienso en qué cinco euros más bien invertidos, y qué bien que no le hice caso a la santa de mi nuera y, además del paquete que me pusieron entre las manos la última Navidad antes de que el chico entrara por la puerta, yo me escapé al chino el día de antes y le cogí el avión, nada más que cinco euros de avión, tan largo de punta a punta como alto es el chico, un pedazo de avión que nada más romper la caja echó a volar y el chico estampó contra la nata del roscón. ”¡Cuidado, Izan, cuidado!”, le gritó su padre, y yo le agarré al chaval del pescuezo y le dije al oído: “Dale gusto al abuelo y a ver si le aciertas otra vez”. Y otra vez lo lanzó y otra vez lo estampó contra el roscón y se reía y me reía y nos reíamos. Y se ríe y me río cada sábado que viene a verme, con el avión que le trajeron los Reyes de su abuelo bajo el brazo, el avión de su abuelo. Bendito avión.

-Pídele uno a los Reyes para ti este año, Humberto, esta vez para ti, y ya tienes otra vez la Navidad completa –le grita una chica de la limpieza que pasa justo en ese momento por su lado.

-¿Para mí? Anda que… ¡Menuda memez!

-¿Por qué, Humberto? –le pregunta con toda la intención la asistente social.

-¿Cómo que por qué? ¿Tú te conformarías con otro loro, Anastasio?

-Ni con el mismo sería suficiente –responde el anciano.

-Pues claro. Y a ti Emilia, ¿te valdría un trozo de musgo?

-Sería un detalle, pero jamás lo habrá tan verde, jamás. Imposible.

-¿Veis? ¿Es que acaso te calma la nostalgia la luz de emergencia de la residencia, Paquita?

-Me devuelve las palpitaciones, pero mi Jose no está en la habitación de al lado.

-Ni está tu abuelo, Anastasio, ni tu padre, Emilia, ni mi nieto que sólo viene un sábado cada dos semanas. ¿Usted me entiende, verdad?

-Claro que sí –asiente satisfecha la asistenta social.

-Que digo yo que podemos llenar las calles de luces, las casas de belenes, las mesas de polvorones, las paredes de espumillones, vengas árboles por las esquinas, venga bolas de colores, venga paquetes con lazos rojos y todo será Navidad… y no lo será mientras no haya en las sillas abuelos, abuelas, padres, madres, hijos, hijas, nietos, nietas, tíos, tías, primos, primas, amigos, amigas, vecinos, vecinas… de ayer y de mañana, de hoy y de siempre, en carne y hueso… o entre recuerdos de la mano de un loro, o de un trozo de musgo, o de un piloto rojo, o de un avión de goma, gente a la que besar o recordar sus besos, gente a la que abrazar o recordar sus abrazos, gente a la que amar por siempre y para la eternidad y de la que sentirse amado para siempre y desde la eternidad. Está claro, ¿no?

-Más que el agua –ratifica la asistente social, mientras a alguien en la sala se le escapa un aplauso y todos los presentes baten las palmas, esperanzados de tener compañía esta Navidad y desterrar por unos días la soledad.

-¡Ay mi lorito real! –suspira nostálgico Anastasio.

-¡Por España y Portugal! –responden todos a una los ancianos, alborozados.


FIN